Como en más de una ocasión les he contado, desde hace años, he procurado ayudar a parejas en conflicto a ordenar sus ideas, a reflexionar con calma, a buscar solución a las grandes y pequeñas crisis, a resolver sus diferencias y, por su propio bien, a reemprender al camino de la armonía y de la convivencia cariñosa y serena, con todo lo que cuesta.
Claro, los más beneficiados hemos sido yo y mi propio matrimonio, porque cuando escucho, tanto a ellos como a ellas, caigo en cuenta de mis propias torpezas y procuro enmendarlas.
Con el tiempo y con la experiencia de haber escuchado a muchas y muchos, he llegado a hacerme un esquema de las causas más comunes de los conflictos conyugales, y reconozco que, aunque hay factores externos que, sin duda, influyen en las relaciones de pareja: el contexto social, la situación económica, la familia política, el estado de salud, el exceso o falta de trabajo, etc., el primer enemigo de los matrimonios se esconde detrás de cada uno de los que lo componen. Con lo anterior quiero decir que, los ataques en contra de la estabilidad de la vida pareja surgen de sus miembros, de él y de ella. Dentro de cada uno, de cada una, bullen y rebullen el egoísmo, la soberbia, la lista de agravios que se ha ido ampliando con el paso de los días, viejos rencores, dudas no despejadas, supuestas ofensas, deslealtades reales e imaginarias, etc., etc., etc.
El asunto es que, en una ruptura, en un conflicto no resuelto adecuadamente, las primeras víctimas, además de los hijos, si los hubiera, son los mismos cónyuges. Porque, nos guste o no, toda ruptura definitiva constituye un fracaso personal. Porque, cuando uno se casa, o decide comenzar una relación estable, lo hace con la idea de que se conserve en el tiempo. La poligamia, o la poliandria, sincrónicas o sucesivas no ha sido el modelo común en la mayoría de las civilizaciones. El ser humano siempre ha aspirado a la estabilidad, a un amor que se conserve sano y que concluya naturalmente con la muerte.
Pero esa estabilidad, esa permanencia, solo es posible si se mantiene una batalla permanente en contra de esas taras que ya he enumerado. Si no peleo, cotidianamente, contra mi comodidad, contra mis manías, contra mi soberbia, contra mi egoísmo, el otro, la otra, sobre todo ahora que hay más conciencia sobre la dignidad de la persona humana, no van a estar dispuestos a inmolarse sobre el altar de un supuesto amor. Es un asunto de quererse a uno mismo, de respetarse, de valorarse y de hacer lo mismo con la que un día juramos amar y respetar siempre, o, en el caso de ellas, con el que un día se comprometió a hacer lo mismo.