La semana pasada nos referimos al inicio del ministerio de Cristo, quien predicaba, “Arrepentíos y creed en el evangelio”, para alcanzar la misericordia de Dios y ser personas transformadas. Es en este contexto que entra el principio divino del perdón para los humanos arrepentidos.
Ese perdón no es obvio ni es algo que está en la naturaleza de las cosas. Se trata de un asunto que debemos recibir con gratitud, y considerar con temor y admiración. Porque se trata de la gracia perdonadora de Dios. El pecado merece castigo, mientras que el perdón para el corazón arrepentido pasa por alto la ofensa, convirtiéndose así en una gracia asombrosa.
Dice el salmista, “Jehová, si mirares a los pecados, ¿quién, oh Señor, podrá mantenerse? Pero en ti hay perdón” (Salmo 130:3-4). Nadie puede señalar a Dios. Porque a pesar de la condición moral y corrupta de nosotros los humanos, de nuestra rebeldía, indiferencia, desgano e incredulidad, él espera pacientemente que con actitud reverente reconozcamos y aceptemos voluntariamente su gracia perdonadora. Como dijo el publicano de la parábola de Jesús, en una actitud solemne y respetuosa: “Dios, sé propicio a mí, pecador” (Lucas 18:13).
El perdón de Dios nunca es igual al que nosotros ofrecemos. Escuché a alguien en cierta ocasión, que decía: “Ya lo perdoné, pero nunca olvidaré lo que me hizo”. ¿Será esto perdón? Dios no actúa de esa manera. Él perdona de forma diferente a nosotros. Dios dice al respecto de una persona arrepentida: “Y nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones” (Hebreos 10:17).
Permítanme compartir con ustedes el siguiente relato. Ésta es la historia de un viajero que recorría las selvas de Burma con un guía. Se cuenta que llegaron a un río ancho y poco profundo, el cual vadearon hasta el otro lado. Cuando el viajero salió del río, muchas sanguijuelas se habían prendido de su torso y de sus piernas. Su primer impulso fue arrancarlas y tirarlas. Pero el guía lo detuvo, advirtiéndole que si así hacía quedarían pedazos finísimos de las sanguijuelas bajo la piel, las cuales, luego, le producirían infecciones.
La mejor manera de quitárselas del cuerpo, aconsejó el guía, era bañarse con un bálsamo tibio por algunos minutos. El bálsamo penetraría en las sanguijuelas y estas se desprenderían solas del cuerpo. La mejor forma de quitarse las heridas causadas por las ofensas recibidas, que nos han provocado rencor, amargura o resentimiento, y perdonar a nuestros semejantes al estilo divino, es empapándonos con el bálsamo tranquilizador del perdón de Dios. Solo el que se siente perdonado puede perdonar. Y todos los seres humanos tenemos acceso a ese perdón de Dios.
Estimado lector, si usted está hastiado del pecado en su vida, busque a Dios, acérquese confiadamente a él y recibirá el perdón, la paz y la tranquilidad que tanto precisa. Si usted necesita liberarse de la rabia y el resentimiento, llénese del perdón de Dios, para poder ofrecerlo a sus ofensores y así dejar ir aquello que puede haber amargado su corazón.