Él es nuestra paz

Es allí donde se decide si el mundo se desangra o se reconstruye. En medio del pesimismo reinante, ser portador de esperanza es un acto de valentía.

En días recientes, mientras el mundo contenía la respiración ante la escalada militar entre Irán e Israel, y nuevos ataques rusos golpeaban con crudeza la ciudad de Kiev, la humanidad volvió a enfrentar un viejo drama: la guerra como lenguaje, el odio como consigna, el miedo como atmósfera. En un planeta hiperconectado vemos en tiempo real cómo las ciudades tiemblan, cómo se multiplican los desplazados, cómo la muerte se torna estadística. Y muchos vuelven a hacerse la misma pregunta: ¿es posible aún hablar de paz? La mayoría imagina la paz como la simple ausencia de misiles, como la firma de un tratado o la foto de líderes dándose la mano. Pero esa paz, muchas veces, no es más que una pausa entre dos tormentas. El Evangelio, en cambio, ofrece otra paz, radicalmente distinta. Cristo lo dijo con claridad: “La paz les dejo, mi paz les doy; no se la doy como la da el mundo” (Jn 14,27). No se trata de un consuelo espiritual para tiempos difíciles, sino de una fuerza real que nace del corazón reconciliado con Dios y que transforma desde dentro. San Pablo lo expresó sin ambigüedades: “Él es nuestra paz” (Ef 2,14). Cristo no solo trae paz, es la paz. No una idea, no un sentimiento, sino una persona viva que vence el odio sin recurrir a la violencia, que triunfa desde la cruz, que responde al mal con el bien. Esta paz no es evasiva ni resignada. Es activa, inquieta, profundamente revolucionaria. El Concilio Vaticano II lo recuerda: “La paz es obra de la justicia” (Gaudium et Spes, 78). Por eso, acoger la paz de Cristo implica una decisión concreta: dejar de ser espectadores del conflicto y convertirnos en artesanos de reconciliación. La verdadera paz comienza en lo oculto, donde nadie aplaude: perdonando al que nos ha herido, orando por quienes promueven la violencia, amando incluso al enemigo. Es allí, en el silencio del alma, donde se desactivan las minas que el rencor deja sembradas. Pero no basta con un corazón pacificado: la paz exige justicia. Y la justicia se construye con pequeños gestos cotidianos que a menudo pasan desapercibidos: una palabra justa, una promesa cumplida, una mano tendida al que sufre.

Es allí donde se decide si el mundo se desangra o se reconstruye. En medio del pesimismo reinante, ser portador de esperanza es un acto de valentía. No hablamos de optimismo superficial, sino de esa alegría serena que nace de saber que el mal no tiene la última palabra. Como decía el papa Francisco, “el pacífico es un artesano de la paz”, y su taller son las calles, las familias, las redes, las comunidades. Hoy, mientras los tambores de guerra no cesan, se necesitan hombres y mujeres que no solo hablen de paz, sino que la vivan, la encarnen, la defiendan. Porque la paz de Cristo no es una utopía ingenua, sino la única esperanza real para un mundo que no sabe cómo dejar de pelear. “Dichosos los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5,9).

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