16/01/2025
11:52 AM

El caso Fernández y el Ministerio de la Mujer

Lisandro Prieto Femenía

A la luz de los acontecimientos recientemente filtrados por la justicia y masificados por los medios de comunicación, podemos afirmar que la moral posmo-progresista fanatizada y supuestamente antipatriarcal, ha muerto. Recordemos que el pensamiento posmoderno deconstructivo ha buscado desmantelar los sistemas de poder tradicionales y promover un enfoque aparentemente inclusivo y equitativo en las sociedades contemporáneas. Sin embargo, la reciente denuncia de violencia de género contra el expresidente argentino Alberto Fernández, conocido por ser un paladín de las políticas de género y la apertura del ministerio de la mujer, plantea preguntas profundas sobre la coherencia y la sinceridad de estas nuevas y precarias normas morales que han delineado lo que debería ser “políticamente correcto” durante la última década.

Para no confundirnos en lo terminológico, es necesario detallar que aquello que llamamos “moral posmo” no es otra cosa que el relativismo moral que subyace a la mayoría de las políticas sociales adoptadas por occidente. Particularmente, uno de los rasgos más propios de esta moral es la pretensión de la de-construcción (pretendido desmantelamiento) de las estructuras sociales, lo cual nos ha traído a una situación caótica de fragmentación total de valores que impactan directamente contra la cohesión social. Este relativismo moral, en el que se basan gran parte de las agendas contemporáneas, tiende a desestabilizar las normas sociales esenciales y a fragmentarnos como sociedad en pequeños grupos conflictivos, sin ofrecer un sistema de valores alternativo coherente que intente resguardarnos a todos por igual.

Antes de ingresar al suceso que han convertido en comidilla amarilla la totalidad de los medios, tenemos que ver los resultados concretos de la inversión estatal de la lucha contra el tótem ficticio del patriarcado en nuestro país. Desde la creación del Ministerio de las Mujeres, Género y Diversidad en el año 2019, se destinaron significativas sumas de dinero en políticas contra la violencia de género (antes denominada “doméstica”), habilitando un presupuesto que desde su creación experimentó un crecimiento notable. Según los datos proporcionados por el Ministerio de Economía, el presupuesto asignado a la cartera precitada fue de aproximadamente 7,4 billones de pesos argentinos en el año 2021, y de 10,5 billones de pesos argentinos en el año 2022, reflejando un incremento del 41% interanual. En su mayoría, estos fondos se dirigieron a una variedad de iniciativas, incluyendo campañas de concientización, programas de asistencia a víctimas y fortalecimiento de las redes de apoyo.

Pues bien, a pesar de la monumental inversión que hemos pagado todos los argentinos, las estadísticas sobre violencia de género presentan un panorama preocupante. En primer lugar, aumentaron considerablemente las denuncias, según consta en el Registro Nacional de Femicidios del Observatorio de Género de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Particularmente, en el año 2021 se registraron 252 femicidios, atrocidad que representa un aumento del 15% en comparación con el año anterior. En segundo lugar, aumentaron los casos de violencia de género en el hogar, según indica el Informe del Programa Nacional de Violencia Familiar y de Género del Ministerio de las Mujeres, que muestra que un 25% de las mujeres en Argentina han experimentado alguna forma de violencia de género en su propio hogar en los últimos años.

Evidentemente, tras analizar estos resultados concretos, podemos afirmar que el aumento de inversión en fondos billonarios, en un país en el cual 4 de 10 chicos no cenaron anoche, no se traduce en resultados ni por cerca positivos en tanto implementación de políticas que en la tinta dicen buscar proteger, mientras que en la praxis concreta abandonaron a su suerte a miles de mujeres, entre ellas, a la mismísima primera dama. Analicemos, pues, la efectividad de estas medidas tan progres como ineficientes.

En primer lugar, el impacto de la agenda precitada resultó extremadamente limitado. Las estadísticas nos muestran que, a pesar de los esfuerzos y los recursos asignados, los índices de violencia no han disminuido significativamente, lo cual nos sugiere que las políticas sectarias implementadas desde la Capital Federal y replicada de manera muy rudimentaria en las provincias (mal llamado “el interior”, puesto que no somos el patio de nadie), no abordaron de manera efectiva y eficiente las causas profundas de la violencia. En este sentido, cada vez son más los analistas que critican este modelo de inversión en campañas de concientización y programas de asistencia, aunque valiosos en su intención discursiva, no han logrado transformar significativamente las estructuras sociales que perpetúan la violencia de género. Además, la falta total de coordinación entre distintos niveles de gobierno y la implementación desigual de políticas a nivel local, han contribuido a la patética efectividad de las iniciativas.

Pues bien, hasta hace dos o tres días, todos aquellos que estaban como Rod y Tod Flanders, saltando al ritmo de la canción biempensante y políticamente correcta de la doctrina posmo-deconstruida, no se imaginaron que Alberto Fernández, quien durante su mandato (la peor presidencia desde el retorno a la democracia) impulsó, entre tantas empresas lucrativas para sus amigos y correligionarios, un Ministerio de la Mujer que venía a promover la ideología de la deconstrucción como enfoque crítico de la estructura patriarcal y opresora. Resultó que el mismísimo fundador de la hermandad de los Magios deconstruides era partidario, puertas para adentro de su palacio, del bife de chorizo y la piña colada. Cuando Fabiola Yáñez hace filtrar el material, y posteriormente lo denuncia formalmente, se pone en evidencia una total disonancia entre el discurso y la práctica, entre el decir y el hacer: como buen farsante, Fernández le exigió con endeble dureza y con muchísima presión moral a un pueblo respetar algo que él, nunca quiso respetar.

Lo que acabamos de describir es la hipocresía típica de la moral posmoderna, que si bien no nos resulta novedosa, es particularmente reveladora en su más patética expresión del “haz lo que yo digo, no lo que yo hago”. El concepto de hipocresía, aquí se refiere a la total discrepancia entre las creencias públicas y la conducta privada, justamente porque este tipo de líderes-títere promueven un conjunto de valores a los que ellos jamás adhieren en su vida personal, revelando así una falta total de autenticidad, dignidad y compromiso, algo muy propio de todo discurso progresista que nunca se termina traduciendo en prácticas efectivas y éticas. Este desajuste moral de los líderes políticos, que se presentan a sí mismos como paladines de la igualdad, pero cuyas acciones terminan revelando comportamientos deplorables, ha puesto en evidencia la debilidad de las políticas de género actuales en todo el mundo.