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Dos a la mesa

  • 07 febrero 2023 /

Hace poco más de 18 años escribí, siempre en LA PRENSA, una columna titulada “Ocho a la mesa”, en la que contaba que, con el advenimiento de nuestro sexto hijo, habríamos, a la hora de las comidas, ocho a la mesa. Desde entonces para acá han pasado muchas cosas. Mi hijo mayor se fue a vivir a Taiwán, las dos hijas se casaron, otro se emancipó; de modo que, a mi esposa a mí, ya solo nos quedan dos hijos en casa... y ya no tan “en casa” como antes. Muchas, muchas veces, nos toca estar solos ella y yo en el hogar, y, por supuesto, a la mesa. Aquel que entonces estaba por venir recién cumplió 18, por lo que tiene sus propios planes, sus propias rutinas, como es natural, su vida más allá del ámbito familiar; y el siguiente, ya con 23 años, igual.

Por suerte, Jackie y yo somos mucho más que esposos, o, más bien, somos lo que yo pienso todas las parejas deberían ser: además de marido y mujer, amigos, cómplices, compañeros de juerga, de cafés, de cine, de salidas, de prácticamente todo. Ponemos tierra de por medio solo para ir a trabajar o cuando yo debo ausentarme de casa por motivos siempre de trabajo.

Claro, quedan recuerdos, muchos recuerdos, de cuando éramos ocho a la mesa: una fila de loncheras en la cocina lista para repartirse muy temprano por la mañana; un busito que comenzaba su ruta en la Universidad Católica y la terminaba en Aldebarán, luego de pasar por Los Arroyos y Antares, repartiendo niños y dejando a mi esposa en su trabajo; pocas idas al cine, por el gasto que significaba; visitas de dos en dos en busca de atención pediátrica; una banca casi completa en misa dominical.

Y aunque valoro y disfruto mucho el silencio, y lo he hecho siempre, sobre todo porque me ha gustado muchísimo leer y escuchar buena música, todavía no logro acostumbrarme del todo a la mesa solo ocupada en un extremo, a no escuchar discusiones por qué programa ver en la televisión o uno de ellos diciendo al otro que se apure porque también quiere ir al baño o necesita ducharse, a no oír las discusiones por la ventana del carro cuando había que viajar.

Sin embargo, más que sumergirme en la nostalgia, cosa inevitable, no dejo de dar gracias a Dios por lo vivido. Porque cada hijo, aunque nos cause mil preocupaciones y no pocos dolores, es un regalo de Dios por el que debemos estar agradecidos.