Hace ya muchos años, y los que me conocen lo saben, tuve la impresión de que a la devoción a la Divina Misericordia le faltaba algo. No es que estuviera incompleta o fuera defectuosa, sino que debía ser continuada, necesitaba una segunda parte. En esencia, lo que el Señor le dijo a Santa Faustina Kowalska era que los hombres podían confiar siempre en la misericordia divina y que esta no dejaba de actuar aunque las circunstancias presentes parecieran decir lo contrario.
La fe en la Divina Misericordia llevó al pueblo polaco a resistir ante nazis y comunistas y, después de cuarenta años de sufrimiento, a vencer. La confianza en que Dios no había abandonado a su pueblo fue lo que les sostuvo en la lucha y lo que les dio la victoria.
Hasta aquí todo muy bien. Pero no puede ser que con eso ya esté la historia terminada. Hay demasiadas historias que están contadas solo a la mitad, y esta es una de ellas. ¿Es que después del “confío en ti” ya no hay que decir nada más? ¿Es que la fe en la misericordia divina se puede transformar en un motivo para abusar del Dios de la misericordia?
Hace ya muchos años sentí fuertemente un llamado a defender al Dios misericordioso de los abusos a que se prestaba su bondad por parte de los que se beneficiaban de ella. Recuerdo cuando los franciscanos de María empezábamos en Polonia que me atreví a decir que éramos los continuadores del mensaje de Santa Faustina, solo que no predicábamos la misericordia divina -en la que creíamos y en la que confiábamos-, sino la misericordia para con el Dios de la misericordia.
Era, ciertamente, un juego de palabras, pues para con Dios no podemos tener misericordia porque él no ha hecho nada malo. Para con Dios lo que debemos tener es justicia: lo que debemos hacer es respetar los derechos de Dios y cumplir nuestros deberes para con Él.
