En esta situación debemos preguntarnos si no estaremos siendo víctimas en lugar de ser culpables. Por desgracia, es verdad que ha habido sacerdotes abusadores y que no han sido pocos. Un solo caso ya sería trágico, pero han sido muchos más que uno. En Italia, por ejemplo, han sido acusados 298 y han sido condenados 144, pero de ahí hasta los cuatro mil de que habla una organización de víctimas hay un abismo, sobre todo si se tiene en cuenta que el número de los supuestamente afectados se eleva a un millón.
La pregunta imperativa, por lo tanto, no es qué pasa, sino por qué pasa lo que pasa, por qué existieron esos abusos y por qué se están agigantando las cifras para presentar a la Iglesia como la gran corruptora mundial.
A la primera cuestión respondió magistralmente el Papa emérito en la carta que intentó enviar, sin éxito, a los presidentes de las Conferencias Episcopales reunidos en Roma para analizar precisamente la crisis provocada por los abusos. La clave principal, no la única, está en el caos doctrinal y moral que precedió y siguió al Concilio Vaticano II. Pero si eso es pasado, la otra pregunta afecta al presente.