30/04/2024
06:21 AM

Delincuente y honor de Honduras

Juan Ramón Martínez

Aunque en el origen de las naciones hay uno o varios líderes motivadores, su crecimiento está determinado para la diferenciación de las instituciones que las sostienen y los políticos que, momentáneamente las dirigen. Mucho del atraso de los latinoamericanos es que no diferenciamos a los caudillos de las instituciones. Ni a los líderes de los gobiernos y de las naciones. En cambio, naciones desarrolladas –caso de Estados Unidos, por ejemplo– han tenido el cuidado de preservar sus instituciones, respetar por encima de cualquier circunstancia la ley, diferenciando el comportamiento de las personas, con la permanencia e integridad de sus instituciones. Lo vemos ahora en Estados Unidos. Trump no es un hombre ejemplar en su conducta, en sus palabras y en sus posturas. Sin embargo, la Casa Blanca se mantiene como símbolo de unidad; el Congreso como garantía de la legislación al servicio de la nación y la Suprema Corte, como seguro para la protección de los derechos de los ciudadanos ante los excesos del poder. Es decir que, la nación y sus instituciones están por encima de la conducta irregular de sus líderes y gobernantes.

Nosotros, en cambio –dentro de un patrimonialismo infantil– confundimos a los partidos con sus líderes; a las instituciones con sus titulares y, lo peor, a Honduras con sus delincuentes. Tan es así que los partidos políticos –hasta casi la tercera década del siglo pasado– llevaban el nombre de sus caudillos. Por ello es que los enemigos de Honduras –que hacen fila, riéndose, para darnos en la cabeza con manoplas de hierro– quieren hacernos creer que la crisis de los órganos policiales, más que un defecto de su frágil moralidad, es una falla estructural de Honduras que, entre sus defectos, tiene la desgracia de prohijar y educar delincuentes. En Honduras, junto a los picarillos, delincuentes de cuello blanco, ha tenido, tiene y seguirá teniendo, personalidades honradas que pueden competir con las más honradas de Finlandia, Estados Unidos o Suiza. Pero como la publicidad en contra de Honduras y los hondureños es tan persistente –incluso tan afortunada porque es apoyada desde adentro, con perversa malignidad– nos han convertido en un paria internacional. Nuestros expresidentes son delincuentes. El presidente actual, en forma forzada, ha sido condenado por sus enemigos, sin que ningún tribunal lo haya hecho. El que su hermano mayor de edad lo haya sido, no lo responsabiliza a él. Pero si las cosas fuera de otra forma, una cosa es JOH y otra es la institucionalidad hondureña, la dignidad de Honduras y el honor de los hondureños.

Vean nomás lo que ocurre con España. Hay sospechas en contra del rey emérito Juan Carlos I. Los enemigos de España –especialmente los de adentro– han querido hacer responsable a la monarquía por la conducta del exjefe del Estado. Los partidos democráticos han fijado la diferencia entre una cosa y otra. El PP –de derecha, de origen monárquico– y el PSOE, de fuertes antecedentes republicanos (institución funesta en la historia del reino español) han cerrado filas para defender la integridad de España. Nosotros no. La idea que el honor de Honduras es un imperativo categórico para todos, que hace tiempo la escuela no se ocupa, por lo que algunos celebran que se hable mal de nuestro país. Y más bien aplauden. Cuando lo correcto es hacer a un lado lo que nos desprestigia, y mantener en alto el nombre y dignidad de Honduras. Aquí es cierto, hay ladrones, narcotraficantes, picarillos y salta tapias. Pero también hay personas honradas. La mayoría. E instituciones formalmente intachables que hacen una nación digna que debemos defender. Con la vida incluso