Debido a diversas circunstancias personales, en las últimas semanas he reflexionado bastante sobre la conexión que existe entre el amor y el sufrimiento. Porque una realidad innegable es que cuando uno pone su corazón en alguien: el cónyuge, los hijos, la familia en general, o los amigos, ese hecho tan humano y tan importante para la vida de las personas, termina por hacernos padecer. Tendríamos que ser totalmente insensibles, imperturbables, inhumanos, para que la gente que se mueve a nuestro alrededor desde que somos pequeños, y la que se va sumando a medida que pasan los años: en la escuela o el colegio, en la universidad, en los distintos sitios en los que trabajamos o con la que vamos alternando por otras razones, y con las que surgen relaciones de amistad, no llegara a ocupar un espacio en nuestros pensamientos y en nuestros afectos.
Pero como la vida tiene su propia dinámica, y evoluciona naturalmente o de forma imprevista, y nos da auténticas sorpresas, resulta inevitable que no podamos estar siempre cerca de aquellos a los que queremos, e, incluso, lleguen a darse separaciones definitivas, entre ellas la que contrae la muerte.
Recuerdo bien, aunque hayan pasado más de 40 años, cuando me fui, por razones de estudio, del hogar paterno. Como dice Alberto Cortez en su conocidísima canción “Mi árbol y yo”, el pasaje de la vida es solo de ida, no hay boleto de retorno. Esa separación de los padres produce una herida que no se cierra nunca, y que más bien se profundiza cuando abandonan de manera definitiva este mundo material. Cada cierto tiempo continúo a soñar con el patio de mi casa en Juticalpa, con las navidades junto con padres y hermanos o con mis compañeros de escuela.
Cierto que ahora, con los medios tecnológicos disponibles, las ausencias y las distancias parecen haberse reducido, pero una llamada con imagen jamás sustituye el calor de un buen abrazo, una mirada cariñosa cara a cara o un sincero apretón de manos. Eso que tanto echamos de menos durante la pandemia.
Yo soy de los que se resiste a borrar de sus contactos a la gente que ha querido y que ha fallecido. Ha debido pasar un año o más para que hayan desparecido de mi celular los nombres de Alfonso, Walter o Luis, que han sido algunos de mis amigos más queridos y que se me han adelantado.
Cuando se quiere, cuando se ama, se sufre. Y es que cuando sufren aquellos a los que nos une un amor de predilección: padres, hermanos, cónyuges, hijos o amigos, resulta imposible no padecer con ellos. Pero así es la vida, qué le vamos a hacer.