25/04/2024
10:31 PM

Cristianos en su laberinto

Juan Ramón Martínez

Desde mediados del siglo XIX, en el catolicismo, había empezado a producirse un camino hacia la laicización. Después de la guerra mundial, el nihilismo de Nietzsche y la petrificación de la Curia Romana, provocaron una ruptura emocional entre los feligreses, sus pastores y la Iglesia. Los clérigos se convirtieron en “príncipes” romanos y los feligreses empezaron a caminar hacia el goce terrenal, navegando en los brazos de un relativismo general, que les permitía ser cristianos solo de fin de semana, --de nacimiento, bautizo, matrimonio y funeral-- y “ciudadanos”, libres, abiertos a todas las tentaciones del mundo, solo frenados por los castigos públicos del Estado por medio del gobierno. La jerarquía por su parte, creyó que, una vez muerto Pio XII, podía renovarse para acomodarse a los tiempos modernos, abriendo las ventanas para que entraran a sus recintos, los aires frescos de la modernidad. Ratzinger, el teólogo más lúcido del siglo XX, se dio cuenta de los peligros para el cristianismo y los riesgos de transformar a la Iglesia en una monarquía perfecta, con los concilios funcionando como parlamentos; y los cardenales y obispos, como diputados para desde la tradición y la Biblia, votar constituciones reformables. Descuidando a los católicos.

En el caso de Honduras, observamos que vivimos un cristianismo escindido por el centro: una parte en que católico o evangélico obedece o recita la Biblia para todo; asiste a la liturgia. Y por otra, vive, en forma separada, su condición ciudadana. Sin que la primera condición tenga coherencia con la otra. Más bien hay algunos que, cuando son descubiertos en un delito, usan la religiosidad para defenderse. “Hasta cristiano soy”, dicen como justificación.

Pero la verdad es que la existencia auténtica requiere unidad. Es explicable que los griegos nos hayan obligado a imaginarnos divididos en cuerpo y alma. Al fin y al cabo fue un tema filosófico que generó teológicas discusiones. Pero ahora, de cara a la modernidad, resulta complejo vivir escindido entre un buen católico, un buen evangélico, mientras pasamos de puntillas frente a una realidad antihumana, ofensiva a los valores cristianos y que reclama posturas valientes ante ella. Los católicos y los luteranos alemanes fueron los que primero probaron su temple, ante Hitler y sus acciones en dirección al extermino de los judíos o solución final. Muy pocos fueron fieles seguidores de Jesucristo, porque cayeron en la idolatría de un dictador enajenado, anticristiano, al cual vitoreaban y creían que era el salvador frente a la amenaza del comunismo soviético.

Los cristianos estamos ante un dilema similar al de los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. La realidad, dura y redonda, dolorosa y destructiva de lo mejor de nuestro pueblo, nos reclama posturas definidas. No es suficiente ser cristiano en la liturgia y al salir, con indiferencia, pactar con la maldad, ser cómplice con los reproductores de pobreza, celebrar a los que matan a otros; o ser indiferentes ante el aborto. Y, lo más grave, colaborar con quienes están preparados para hacer el mal, dañando instituciones y debilitando los espacios democráticos en donde los cristianos podemos --mediante el ejercicio del convencimiento y la tolerancia--, proponer fórmulas para hacer avanzar el reino de Dios, mientras caminamos dentro de lo que creemos, es el plan de la salvación hacia el encuentro definitivo con el Creador.

Quienes matan al hermano no son cristianos. Quienes dan la espalda a los pobres, tampoco. Mucho menos los que los explotan. Los cristianos honrados no pueden votar por ladrones; menos, dar el respaldo para que usen al gobierno como instrumento para negar la libertad, la paz y la tranquilidad. ¡Jamás!

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