Solo y si se padece algún tipo de trastorno psíquico o se tiene una vocación particular, a las personas nos gusta interactuar con otras; ya sea en la casa, en el sitio de trabajo o en cualquier lugar en el que coincidamos con amigos y conocidos. De siempre se ha hablado de esa tendencia gregaria que tiene el ser humano y que lo convierte en un ser de encuentro, de relaciones, de trato permanente con otros. Así, desde muy jóvenes vamos tendiendo unos lazos comunicativos que nos sacan del aislamiento y nos convierten en miembros de una comunidad, de un grupo de compañeros y amigos, o compañeros de trabajo.
Claro, el nivel de afinidad con esas personas que nos rodean no puede ser idéntico. Hay gente con la que compartimos gustos o aficiones, y, por lo mismo, llegamos a ser más cercanos, y otra con la que, por manera de ser o por cualquier otra circunstancia, mantenemos una relación cordial, pero con cierta distancia. Y no pasa nada. Lo importante es que nos respetemos y sepamos conservar la armonía indispensable y evitar los conflictos. Además, ni en el hogar, ni en la oficina, ni en la calle, vamos a encontrar una persona que satisfaga todas nuestras expectativas, que reúna todas las condiciones que nos gustaría que tuviera, que sea una especie de “monedita de oro” que a todos gusta. Nos toca conocer, aceptar y querer a esa combinación de virtudes y defectos que somos todos; a valorar lo bueno que seguramente tienen los demás y a pasar por alto los defectos, las mañas, las conductas que de ellos nos incomodan.
La vida nos somete a un permanente proceso de adaptación a los demás, y eso hay que darlo por descontado. Si no fuera así, nunca nos habríamos casado ni tenido amigos. Todas las interacciones humanas nos obligan a aceptar los defectos, más o menos ocultos, más o menos notables, de nuestros interlocutores. Incluso, en una relación tan particular y peculiar como la conyugal, para que dure, se debe entender que nos hemos comprometido, en principio de por vida, a estar cerca de alguien que sufrirá una metamorfosis permanente en todos los planos: físico, intelectual, afectivo, relacional, etc. Y con los amigos o los colegas, igual. Solo para poner un ejemplo: es imposible mantener un estado de ánimo siempre estable, y, por ende, hay que saber tolerar y respetar los buenos y los malos días, las sonrisas y los ceños fruncidos, las caras de los lunes y las caras de los viernes.
Lo he dicho muchísimas veces: no somos islas. Así que, en esta corriente de la vida, a veces mansa, a veces revuelta, hay que aceptar y querer a los demás sin pretender cortarlos con nuestro patrón ni hacerlos renunciar a su propia manera de ser.