18/01/2025
05:12 PM

Melvin Fernando Paguada

Me enteré de su enfermedad. Posteriormente celebré su recuperación; pero no esperé la muerte de Melvin Fernando Paguada.

Juan Ramón Martínez

Me enteré de su enfermedad. Posteriormente celebré su recuperación; pero no esperé la muerte de Melvin Fernando Paguada. Cuando me avisaron, me tomó de sorpresa y me costó asimilar la noticia, especialmente por la incapacidad de acompañar a sus familiares en este trance tan doloroso. José Adán Castelar me envió un mensaje, unos minutos después de su fallecimiento, comunicándome la infausta noticia.

Conocí a Melvin Paguada en la escuela “Modesto Chacón”, de Olanchito. Para entonces era un joven maestro de la principal escuela de la ciudad y él, alumno de uno de los grados superiores. Era muy locuaz desde muy joven, de forma que llamaba la atención inmediatamente.

Además, la tez blanca, producto de una familia que había emigrado recientemente a la ciudad, obligaba a prestarle atención inmediatamente. Una vez que conversamos de este periodo, le hice la broma que creía que había sido su profesor, lo que, con su estilo característico: voz firme, acento contundente y frases cortas, me dijo que no. “No recuerdo, fue hace muchos años”, sí lo celebró o lo lamentó. Su padre, don Beto Paguada, fue un destacado ebanista de la ciudad, encargado de producir las mejores piezas de madera para el hogar. También confeccionaba ataúdes, útiles para estos momentos de dolorosas despedidas.

Lo reencontré en Tegucigalpa, ya siendo un joven y destacado locutor. Primero, como otros más, espigando en las narraciones deportivas. Después, en el mundo de las noticias, mientras culminaba sus estudios universitarios. Cuando tuvo su más destacada participación, fue en su última etapa como periodista de televisión, especialista en cubrir la fuente del aeropuerto Toncontín, donde confluían los viajeros y los reunidos para, recibir familiares y amigos. Era inevitable la presencia de Melvin para entrevistar a los viajeros.

Algunos de los cuales, incluso, no eran tales, sino que solo visitaban el aeropuerto para que Paguada los entrevistara. Porque ser objeto de las preguntas certeras, firmes pero respetuosas de Melvin Paguada, permitía una enorme publicidad a los necesitados de ella y también, una prueba de talento a la que había que pasar con honores, para gozar del respeto de la opinión pública.

Una vez, con la insistencia que lo caracterizaba, me obligó a participar de esta estratagema. Me llamó a mi oficina y me convenció que concurriera en la mañana, antes de las 7:00 am, para que él me pudiera entrevistar. Me resistí al principio; pero él, conociéndome, recurrió al paisanaje, al común amor por Olanchito y el cariño que nos dispensamos; y no pude resistirme. Fui al aeropuerto, sin viajar a ninguna parte, para darle gusto a Melvin Paguada que, deseaba que opinara sobre temas que le interesaban y que, posiblemente, además, su jefe de redacción se los había pedido.

Junto a la pena por su desaparición físico, experimento legítimo orgullo por las notas periodísticas, las voces de diferentes sectores y las expresiones de duelo de organizaciones con las que, estaba vinculado; y por supuesto, el sentimiento inevitable que hizo una buena labor en los medios de comunicación.

Que supo honrar una profesión, no siempre bien comprendida, y que con su talento hizo una labor informativa y creo opinión sobre temas de interés para la sociedad. Como paisano suyo, admirador de su estilo enérgico de presentar las noticias, su talento probado en el ejercicio de la palabra improvisada – sumamente difícil porque requiere un talento especial— siento el vacío de su ausencia. Pero además el orgullo, por el sentimiento general que ha provocado su desaparición física.

Lo que indica que, honro con su trabajo a su familia, a sus padres, esposa e hijos y sirvió, desde las tribunas comunicacionales, al bien común.