La historia nos muestra cómo algunos pensadores y santos tuvieron sobre su escritorio de trabajo una calavera. Aquel cráneo les servía como recurso didáctico, como permanente recordatorio de la fugacidad de la vida, como un llamado de atención, para que la vanidad o su madre la soberbia no fueran a hacerse presentes en sus acciones o a causa de sus escritos.
Los cuencos vacíos de una calavera, recuerdan, con elocuencia, el destino común de hombres y mujeres, de modo que nos ayudan a “tocar tierra” y a mantener la batalla por la conquista de esa virtud humana tan esquiva como es la humildad.
De ahí la importancia del latino “carpe diem”, la frase que volviera popular el poeta Horacio, y, hace algunas décadas, nos recordara aquella película estadounidense “La sociedad de los poetas muertos”. Literalmente, “carpe diem” significa: tomar el día, coger el día, pero se usa en el sentido de vivir el momento, aprovechar el tiempo, sacarle el jugo a cada uno de los minutos de nuestra vida.
El asunto, sin embargo, radica en cómo aprovechamos el tiempo, en cómo le sacamos el jugo al día a día. Y, dándole vueltas a la idea, no puedo dejar de pensar que la mejor manera de hacerlo es aprovechar los años que nos queden, que, por cierto, nadie podría decir cuantos, empeñados en ser útiles a los demás, en hacerles la vida más llevadera, en dejar una huella alegre y luminosa por donde nos vaya tocando pasar.
Para eso será necesario, antes que nada, salir de nosotros mismos, dejar de mirarnos el ombligo, ir al encuentro del prójimo. También será indispensable saber reírnos de nosotros mismos, dejar de tomarnos tan en serio, ser capaces de hacer el ridículo sin sentirnos humillados, prescindir de títulos y honores, no siempre pronunciados ni adjudicados con sinceridad, por cierto. Y caer en cuenta que, al final, no seremos más que un despojo óseo o un poco de ceniza que ocupará un espacio mínimo en un lugar que otros dispondrán con cierta indiferencia.