En su novela La Piel del Tambor el escritor español Arturo Pérez-Reverte, relata una escena en la que dos de sus personajes están sentados a la mesa de un café en Sevilla, desde donde se podía ver a la calle y uno de ellos le cuenta al otro que todos los días desayuna ahí a la misma hora porque, hace varios años a esa hora y en ese mismo lugar vio pasar a la mujer más hermosa que él hubiera visto.
Ella se detuvo unos minutos a contemplar los escaparates él, desde su mesa, enajenado como estaba, pensaba si abordarla, tal vez pedirle su número telefónico verle a los ojos pero no, el miedo lo paralizó, y solo ver como aquella bella figura se alejaba, y tal como lo hace un espejismo, se perdía en el horizonte.
No sé, tal vez ese fue un episodio en la propia vida del escritor plasmada en ese espacio, esa tristeza de no haber visto más aquella mujer y la frustración de ver aquel capítulo en su vida... inconcluso. Inconcluso como el Amor de María Antonieta de Francia y su leal amigo Axel, que la amó aún mucho tiempo después de su desaparición, y estuvo dispuesto a arriesgar su vida para salvar la de la familia real cuando la Revolución le arrebató a la reina el poder y la guillotina la cabeza.
O el de Josephine y Napoleón quienes no pudieron continuar juntos, ya que Francia les exigía un heredero al trono, cosa que ella ya no podía darle. Las apasionadas cartas que el emperador le escribía a Josephine desde las trincheras, demuestran un amor arrebatador, amor que no volvió a sentir por ninguna otra mujer. O el de Julio Cortázar y su Maga, quienes se encontraban una y otra vez por “casualidad”, en eventos, en barcos y en esquinas parisinas.
Él propuso una vida juntos, ella tuvo miedo de embarcarse en esa aventura, su espléndido romance se realizó únicamente en las líneas de Rayuela y ahí permanecerá para siempre. Y que tal el inmenso amor que Maximiliano de Hasburgo sintió por Amalia de Portugal a quien conoció en un viaje a ese pais y de quien se enamoró perdidamente.
Los dos jóvenes se comprometieron en secreto, el siguió el curso de su viaje y cuando estuvieron de acuerdo en anunciar su unión (dos meses despues) ella enfermó gravemente y murió. Maximiliano llevaría consigo el recuerdo de esa mujer siempre, guardaba en su anillo un rizo de su cabello y ahí lo conservó hasta el día de muerte.
Uno no sabe que pensar de estas trágicas historias. Quizá sea cierto aquello que nos dice el periodista y escritor mexicano Armando Fuentes Aguirre “Los sueños- los verdaderos sueños- son para soñarse no para vivirse.”