El gran teatro del mundo

<div id='DTElementID-9380583' class='WebText'El teatro es, como los toros, un arte extremista, en el que una obra es muy buena o muy mala, pero no hay nada intermedio. Madrid, por apenas cuatro d&iacute;as, ha tenido la oportunidad de ver un montaje fuera de lo com&uacute;n, concebido por un director genial, el irland&eacute;s/ingl&eacute;s Declan Donnellan, de una tragicomedia de Shakespeare: Cuento de invierno. Hace buen tiempo que no ve&iacute;a un espect&aacute;culo que me tuviera poco menos que en estado de trance a lo largo de las casi tres horas que dura. Ni siquiera otro montaje del mismo director,Medida por medida, de Shakespeare, que era tambi&eacute;n notable y que interpretaba una compa&ntilde;&iacute;a de actores rusos, me dio esa sensaci&oacute;n de belleza y originalidad, de destreza y perfecci&oacute;n absoluta que, estoy seguro, todos los que asistieron a esta representaci&oacute;n en el teatro Mar&iacute;a Guerrero nunca olvidar&aacute;n. (Dir&eacute;, de paso, la alegr&iacute;a que me dio comprobar, la noche en que yo asist&iacute;, el gran n&uacute;mero de j&oacute;venes y adolescentes que llenaban los palcos, galer&iacute;as y la platea). Pese a que Donnellan se toma muchas libertades con el texto original, apuesto lo que sea que si el gran Bardo ingl&eacute;s hubiera visto lo que hac&iacute;a el irland&eacute;s/ingl&eacute;s con su Cuento de invierno se hubiera sentido tan feliz como nosotros, los espectadores. Porque la recreaci&oacute;n de esta obra que ha ideado Donnellan no hace m&aacute;s que revelar las potencialidades ocultas en sus versos y en su melodram&aacute;tica historia, lo que hay en ella de universal y de actual. Nada m&aacute;s verla, reconstruida en un escenario por la sabidur&iacute;a del teatrista, corr&iacute; a leerla de nuevo y fue toda una revelaci&oacute;n advertir que, en efecto, con su fantas&iacute;a desmelenada y sus delirantes coincidencias y retru&eacute;canos, con sus personajes estrafalarios y hasta su geograf&iacute;a fant&aacute;stica (en la que Bohemia tiene un puerto marino), el Cuento de invierno es ni m&aacute;s ni menos que un testimonio sobre nuestro tiempo, nuestros conflictos, una obra que delata la absurdidad y las bellaquer&iacute;as en que se mueve nuestra vida pol&iacute;tica, los trastornos sociales que provocan las injusticias cometidas por un poderoso m&aacute;s o menos imb&eacute;cil, y, pese a todo ello, lo hermosa que puede ser la vida por momentos, para todos, los ricos y los pobres, las v&iacute;ctimas y los victimarios, cuando se ama, se danza, se canta, y un grupo de amigos y parejas j&oacute;venes se re&uacute;nen para, por unas horas, en la embriaguez y el goce de la fiesta, huir de la rutina, las servidumbres y miserias cotidianas. Todos los actores son tan buenos, cumplen tan rigurosamente su funci&oacute;n espec&iacute;fica, encarnan con tanta eficacia a sus personajes, que parece injusto tener que destacar la formidable interpretaci&oacute;n de Guy Hughes como el paranoico Leontes, rey de Sicilia, sobre el que reposa buena parte de la obra. Lo hace magn&iacute;ficamente, con una versatilidad que le permite pasar de lo c&oacute;mico a lo tr&aacute;gico, de lo sentimental a lo &eacute;pico, con la misma desenvoltura con que llora, gime, se desmelena o carcajea. Parece mentira que un actor pueda metamorfosearse de tal manera y tantas veces en el curso de la obra. Los celos exacerbados de este demente, el rey Leontes, ponen en movimiento una historia que, arrancando de la candente tierra siciliana, recorrer&aacute; media Europa, provocando desgarramientos y cat&aacute;strofes m&uacute;ltiples y mostrando una variopinta humanidad de pastores, p&iacute;caros, dom&eacute;sticos, nobles, se&ntilde;ores, c&oacute;micos y troveros ambulantes, muchos de ellos con nombres y reminiscencias de mitos griegos. El embrujo es tal que, en un momento dado, nos da la impresi&oacute;n de ver al mundo entero al alcance de nuestros ojos, un peque&ntilde;o universo en que, como en El Aleph de Borges, toda la humanidad viviente se pone a nuestro alcance. Y los mismos elogios podr&iacute;an hacerse de la iluminaci&oacute;n, de la m&uacute;sica, del vestuario. Unos cuantos cubos de madera le sirven a Nick Ormerod, el escen&oacute;grafo, para armar y desarmar unos escenarios que, pese a toda la sencillez de su estructura, nos hacen recorrer suntuosos palacios, p&aacute;ramos, campi&ntilde;as donde pastorean los reba&ntilde;os, aldeas campesinas, fiestas comunales. Este a&ntilde;o se celebran los 500 a&ntilde;os de las muertes de Shakespeare y de Cervantes. Ojal&aacute; el autor del Quijote, el libro emblem&aacute;tico de nuestra cultura y nuestra lengua, ese hombre sencillo, bueno y tr&aacute;gico al que sus contempor&aacute;neos ignoraron o maltrataron, recibiera un homenaje semejante al que ha rendido Declan Donnellan al autor de Hamlet, Macbeth, Romeo y Julieta y tantas otras obras maestras. Porque un montaje como el que ha llevado a cabo con Cuento de invierno nos muestra, de una manera v&iacute;vida e inmediata, apelando directamente a nuestra sensibilidad y fantas&iacute;a, la incre&iacute;ble riqueza y variedad de la imaginaci&oacute;n con que aquel oscuro comediante (del que no sabemos casi nada, fuera de que escribi&oacute; un sinn&uacute;mero de obras maestras absolutas, y se retir&oacute; de los escenarios y la literatura cuando gan&oacute; bastante dinero como para vivir como un burgu&eacute;s y rentista) cre&oacute; un mundo tan rico y diverso como aquel en que vivimos, s&oacute;lo que siempre bello, pese a la violencia que lo recorre y las tragedias que padece, siempre bell&iacute;simo, gracias a la m&uacute;sica y la magia de las palabras que lo constituyen, esa taumaturgia que troca la tristeza en alegr&iacute;a, el odio en goce, la brutalidad y lo terrible en generosidad y grandeza. Todo est&aacute; en Shakespeare, su &eacute;poca y la nuestra, lo que hay en ellas de id&eacute;ntico y de diferente, la grandeza de la literatura y los milagros que el arte realiza en la vida de las gentes, as&iacute; como la manera en que la vida de los humanos destila al mismo tiempo felicidad y desgracia, dolor y alegr&iacute;a, pasi&oacute;n, traici&oacute;n, hero&iacute;smo y vileza. Toda la inconmensurable riqueza del mundo fantaseado por Shakespeare sale a la luz de manera cegadora y espl&eacute;ndida en este Cuento de invierno concebido por Declan Donnellan. Una &uacute;ltima apostilla. Esta obra, representada por la compa&ntilde;&iacute;a Cheek by Jowl, que dirige Donnellan, ha contado con la colaboraci&oacute;n de varios teatros europeos, de Francia, Italia, Luxemburgo y Espa&ntilde;a, y se ha presentado en Madrid, en lengua inglesa, con una traducci&oacute;n en espa&ntilde;ol para quienes no pod&iacute;an seguir el texto en su lengua original. Y esto no ha sido un obst&aacute;culo para que el p&uacute;blico gozara fascinado de lo que ocurr&iacute;a en el escenario y premiara a los actores con una impresionante ovaci&oacute;n. ¿Qu&eacute; se puede concluir de todo ello? Que lo que se crey&oacute; siempre un impedimento mayor para que las compa&ntilde;&iacute;as de teatro se movieran por el ancho mundo —los diferentes idiomas— ya no lo es, no s&oacute;lo porque la vida moderna ha convertido en una exigencia inevitable el aprender idiomas sino, sobre todo, porque hay hoy d&iacute;a una tecnolog&iacute;a que permite que los espect&aacute;culos puedan ser seguidos en traducci&oacute;n casi tan perfectamente como en su lengua original. Ojal&aacute; los ejemplos de Declan Donnellan y su compa&ntilde;&iacute;a Cheek by Jowl sean seguidos por muchos otros y (lo que, ay, no ser&aacute; f&aacute;cil) de la misma calidad.</div

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