Por Hikari Hida/The New York Times International
Japón cuenta con aproximadamente 100 mil personas que han vivido un siglo o más —la mayor cantidad del mundo y per cápita que en cualquier otro país.
La fragilidad propia de la edad plantea desafíos para Japón, donde una tasa de natalidad históricamente baja significa cada vez más jubilados y menos personas en edad laboral para mantenerlos.
Pero para algunas personas, cumplir los 100 años es solo un hito más en una vida plena. Conocimos a cinco centenarios extraordinarios que atribuyeron su longevidad a una buena alimentación, el cuidado a la salud costeable de Japón, el ejercicio y el apoyo familiar. Pero para estos cinco, también hay algo más: su trabajo.
El reparador de bicicletas
Un día, cuando tenía 12 años, Seiichi Ishii caminaba a casa desde la escuela cuando vio un cartel de “Se solicita empleado” en el escaparate de un taller de reparación de bicicletas en el distrito de Shitamachi, en Tokio. Siempre había admirado los largos monos azul marino que vestían los reparadores de bicicletas y quería ponerse uno él mismo.
Más de 90 años después de aquel comienzo, Ishii sigue reparando bicicletas en su propio taller. Aunque las piernas del mono le quedan largas a su cuerpo cada vez más menudo, se acuesta cada noche ilusionado pensando en los clientes que podrían presentarse el día siguiente.
“Si muero aquí, en mi taller, seré feliz”, dijo. “¡Soy un hombre trabajador, y eso no cambia con la edad!”.
Ishii, de 103 años, disfruta quitando tornillos y llantas y descifrando cómo volver a armarlo todo, aunque le tiemblan las manos y su vista es más borrosa que en su juventud.
Ishii recuerda haber vivido la guerra, cuando nada estaba garantizado. Sus ingresos por las reparaciones complementan una pensión mensual de 50 mil yenes, unos 330 dólares. “Nunca se sabe lo que va a pasar”, dijo, mientras preparaba una sopa de miso para una sola persona en la desordenada cocina detrás de su taller.
Trabajar en bicicletas le da incluso más alegría que cantar karaoke, cosa que hace todos los domingos en su bar favorito. Va en triciclo. En ocasiones especiales de karaoke, viste su viejo mono con las bastillas dobladas.
El reparador de bicicletas
Cinco o seis días a la semana, Fuku Amakawa labora en el turno de la comida del restaurante de ramen de su familia junto a su hijo y su hija, usando palillos largos para mezclar fideos de huevo en caldo de cerdo y espolvoreando cebollita de rabo picada en tazones llenos de sopa caliente.
“No puedo creer que haya logrado trabajar tanto tiempo sin aburrirme”, dijo mientras desinfectaba bandejas.
Amakawa, de 102 años, dice que siempre ha sido un poco terca. Postergó su matrimonio arreglado el mayor tiempo que pudo. Pero después de dar el paso, abrió el restaurante con su esposo. Este año el restaurante cumplió 60 años.
"Es realmente hermoso que puedo seguir trabajando. Física y emocionalmente, cambia la calidad de mi vida", dijo, sentada debajo de una fotografía autografiada de Takuya Kimura, cantante y actor que visitó el restaurante el año pasado.
Uno de sus mayores temores es perder la capacidad de caminar, y dice que el trabajo la ayuda a mantenerse en forma. El año pasado, sintió dolor en el pecho y entró en pánico, temiendo tener problemas cardíacos. Pero un médico le dijo que no se preocupara: sólo era dolor muscular por levantar ollas pesadas.
El agricultor
Las brillantes flores amarillas de colza, las favoritas de Masafumi Matsuo, llenaban los campos detrás de su casa cuando era joven. Le encantaba el ligero amargor de la verdura, que se vuelve dulce al cocinarse, y que cultivaba y vendía. Pero su hijo, quien ahora maneja la granja familiar, decidió reemplazar las flores con arroz, un cultivo menos laborioso.
Matsuo, de 101 años, también cultiva berenjena, pepino y frijol en diferentes temporadas.
“Trabajo para mantenerme sano”, dijo una mañana, arrastrando un taburete de plástico al campo, donde bebía agua durante los descansos del riego de sus plántulas de arroz.
Matsuo nació, creció y crió a sus tres hijos en su pueblo, enclavado en las montañas de Oita, una prefectura costera en la isla suroccidental de Kyushu.
Su esposa falleció hace cuatro años, lo que lo devastó. Cada mañana, sube las escaleras, agarrándose del barandal, hasta el segundo piso, donde le ha erigido un altar budista y le lleva arroz recién cocinado.
Matsuo, quien sobrevivió a un cáncer de esófago y, a los 99 años, a un caso de Covid, pasa los fines de semana jugando con su bisnieto Toki, de un año. Después de trabajar en el campo, entra a descansar en su kotatsu, una mesa con cubierta calefactora con mantas gruesas.
La a de belleza
Tomoko Horino siempre supo que le esperaba algo más que quedarse en casa. Inspirada por una vendedora que conoció, quiso vender maquillaje. Pero era una joven madre de tres hijos, y las normas culturales dictaban que no se consideraría apropiado que trabajara.
A los 39 años, se reencontró con una vieja amiga cuyo marido estaba reclutando vendedoras para la misma marca de maquillaje de la que ella se había enamorado años atrás.
Con sus hijos ya mayores, ayudó el trabajo. A Horino le encantaba ver cómo se iluminaban los rostros de sus clientas al probar un nuevo color de labial o base de maquillaje que ella les había sugerido.
“La primera vez que me maquillé, me sentí tan bonita”, dijo. “Quería que los demás se sintieran iguales”.
Su marido, que trabajaba en una oficina, no estaba contento con tener una esposa que también trabajaba, pero la familia atravesaba una situación económica muy difícil. Lo único que le pidió fue que tocara puertas donde no la reconocieran. Ella accedió, viajando al menos una hora desde su casa para vender sus productos. Pronto ganaba más que él.
Ahora, viuda y viviendo sola a los 102 años, realiza sus ventas por teléfono y sólo hace visitas a domicilio ocasionales.
Mantenerse ocupada la ayuda para combatir la soledad. El resto del tiempo lo dedica a tejer, a darle croquetas al gato del vecindario ya esperar a que los vecinos pasen a tomar una taza de té oolong. Aunque ha sobrevivido a la mayoría de sus clientes, nunca ha considerado dejar su trabajo.
“Me encanta hacer que la gente se sienta bella”, dijo Horino. Cuando ve que aumenta la confianza en sí misma de un cliente, “esa es la parte más importante y gratificante de todo esto”, dijo.
La cuentacuentos
Cuando Tomeyo Ono se dejó caer sobre un cojín para comenzar, reinó el silencio. Entonces, desde lo más profundo de su menuda figura, empezó a recitar el cuento popular del toro y el osezno, con una dicción impecable.
Mientras hablaba, gesticulaba con vehemencia, y el público estaba pendiente de cada palabra. Al final, la sala se estalló en aplausos.
Con un repertorio de 50 historias, Ono es narradora de minwa, o cuentos populares, una profesión que emprendió por tras cumplir 70 años.
“Nunca había tenido un trabajo de verdad, ¿podré hacer esto?”, recuerda haber pensado entonces. “Me lloré en los suburbios, y en ese entonces las chicas no sabíamos que podíamos tener sueños”.
Ahora, a sus 101 años, es el integrante de mayor edad, y la más entusiasta, de un colectivo de cuentas. Tras el tsunami del 2011 que arrasó su hogar en Fukushima, se prometió incorporar las experiencias de los supervivientes a su obra.
“Vivo para contar mis historias”, dijo Ono, con lágrimas en los ojos. Afirmó estar aterrada ante la idea de que los relatos populares, o los recuerdos del tsunami, se perdieran.
Últimamente, Ono dijo que “ya no sueño con los vivos”, sino que sólo ve a amigos y familiares del pasado. Está decidida a seguir contando historias hasta reunirse con ellos, afirmó.
Chang W. Lee contribuyó con informes en este artículo.
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