Puerto Príncipe sufrió ayer una jornada de disturbios y escaramuzas que reavivó la memoria histórica de un país marcado por la violencia política.
Grupos de jóvenes se enfrentaron contra las patrullas de la Organización de las Naciones Unidas, ONU, y contra las unidades de élite de la Policía haitiana.
La batalla campal se prolongó durante horas en los barrios más céntricos, el esperado contagio de la rebelión nacida el domingo pasado en Cabo Haitiano, que ayer se mantenía en estado de sitio.
El virus se llama “¡Aba kolera!” y vuela de garganta en garganta entre los más disconformes.
Basta con otear en el horizonte una patrulla de la ONU para que una lluvia de piedras golpee a los cascos azules.
Así sucedió el primer enfrentamiento de la mañana, en las inmediaciones del destruido Palacio Presidencial, el símbolo del salvaje terremoto del 12 de enero que ha hundido al país caribeño en los peores recovecos del infierno.
Un soldado brasileño recibió un impacto directo y la patrulla salió huyendo a la carrera.
“¡Le hemos derribado, ellos son flojos y nosotros fuertes!”, clamó Yves Pierre, capaz de lanzar piedras con una mano y portar una pancarta contra el Banco Mundial y contra el Fondo Monetario Internacional, FMI, en la otra.
“Quieran o no quieran, deben irse del país”, protestó el joven James. “Nos traen el cólera, contaminan nuestra agua, nos traen el sida. ¡Basta ya!”.
Eslóganes parecidos, incluidos carteles de la ONU crucificada y cascos de sus soldados convertidos en orinales, acompañaban la veloz marcha de los rebeldes, convocada por organizaciones de los campos de desplazados y por colectivos sociales minoritarios.
No son muchos, pero no tienen nada que perder. A media mañana, en el barrio de Bourbon, los cime, la élite de choque policial, cargaron con bombas lacrimógenas y la fuerza de sus músculos para impedir que los manifestantes prosiguieran su camino a uno de los cuarteles de la Minustah.
Barricadas, hogueras y escaramuzas saltaban de un lado a otro de la ciudad.
Otro grupo tomó el relevo de la protesta horas después junto a la Facultad de Ciencias, colindante con el Palacio Presidencial.
Los gases lacrimógenos invadieron el campo de desplazados de Dessalines, provocando la huida de cientos de personas.
Fane Lulecep, 19, acarreaba toallas y niños, buscando refugio en el Campo de Marte. “Nos vamos de Puerto Príncipe, esto es una locura.
El Gobierno y los extranjeros tienen que salir esta misma noche de aquí”, recitaba.
A pocos metros, el despistado conductor de una camioneta del candidato oficialista Jude Celestin salvó su vida de milagro.
Decenas de piedras golpearon su vehículo por todos lados, sin conseguir apagar la música proselitista del segundo favorito, según todas las encuestas. También huyó apretando el acelerador.
Un general de la Policía confirmó a LA PRENSA que grupos rebeldes retiraban publicidad de Celestin, el polémico yerno del presidente Preval.
Al acabar la tarde, un vehículo de gran cilindrada se acercó a la zona para intimidar a las personas que merodeaban tras las protestas. Sus ocupantes dispararon al aire con sus M-16 y emprendieron la huida.
Los rebeldes haitianos han convertido a Preval y a los extranjeros en sus grandes enemigos. Todos ellos insisten en vincular a los soldados nepalíes con el nacimiento de la epidemia que atemoriza a todo el país y que ha acabado con la vida de más de 1.1 compatriotas.
Cólera, violencia y las elecciones presidenciales se mezclan peligrosamente cuando se cumplen seis jornadas de protestas en Cabo Haitiano, que ayer se mantenía cerrada con barricadas terrestres y con el aeropuerto clausurado. Por primera vez en más de 200 años, la ciudad no pudo celebrar la batalla de Bertiere, un acontecimiento histórico para el país. La catedral se mantuvo cerrada a cal y canto.
Reportes periodísticos desde la capital del norte elevaban a ocho el número de víctimas mortales de la sublevación. Y no sólo fueron los soldados extranjeros el objetivo de los insurgentes.
Once cooperantes norteamericanos, de la pintoresca asociación Misioneros en Motocicleta, fueron agredidos por una multitud que amenazaba con lincharlos.
Los rebeldes también reclaman que el Gobierno repare las carreteras y limpie la ciudad.
Varios ministros y el jefe de Policía se mantienen en la ciudad intentando controlar el levantamiento. La temperatura del volcán social haitiano crece como la lava.
A nueve días de las elecciones, sólo los más optimistas confían en que se evitará el estallido. Mientras enjuga el mar de sudor que le resbala por la cara, James recoge otra piedra: “Y las seguiré lanzando, ¿qué puedo perder?”, concluye.