A lo largo de las calles vacías de Lahaina, las carrocerías deformadas de vehículos yacen como si estuvieran congeladas en el tiempo, algunas de ellas todavía a la mitad del camino, en dirección a rutas de escape que no recorrieron. Otras permanecen en la entrada a las casas que ahora son montones de cenizas, muchas todavía arden con humo cáustico.
Algunos minás comunes intranquilos pían desde ramas en palmeras que el fuego convirtió en fósforos; debajo de ellas, en las calles, hay esparcidos cadáveres de otras aves y varios gatos.
En la ciudad que otrora fue el hogar de 13,000 personas, los residentes regresan poco a poco y revisan los escombros de sus viviendas, algunos de ellos con lágrimas, y encuentran poco que puedan rescatar.
En un vecindario a lo largo de la colina quemada, Shelly y Avi Ronen examinaban los escombros de su vivienda en busca de una caja fuerte que contenía 50,000 dólares de sus ahorros, que se quedó con el resto de sus pertenencias cuando escaparon del incendio. Se consideran afortunados de haber podido salir: un hombre que vivía más arriba de la colina no sobrevivió y los vecinos les comentaron que varios niños que se aventuraron al exterior para echar un vistazo cuando las llamas se acercaban ahora están desaparecidos.
Con la voz entrecortada, Shelly Ronen mencionó: “Muchas personas murieron. La gente no podía salir”.
Mientras hablaba, su esposo salió de entre los escombros de la casa con la caja fuerte en sus manos, casi carbonizada, pero intacta. No había rastro de la llave, así que la golpeó con una piedra hasta que se abrió.
En el interior había un montón de cenizas.
Como resultado del fuego que arrasó con sorprendente velocidad a Lahaina esta semana, y que causó la muerte de 98 personas hasta el momento, las líneas eléctricas derribadas y los puntos de revisión policiacos dejaron incomunicada durante días a gran parte de la pequeña e histórica ciudad del resto de la isla de Maui. Se quedó en una completa desolación, las viviendas inhabitables, la búsqueda de víctimas se lentificó por la falta de personal y una convicción creciente de que nadie podía ser hallado vivo.
Los residentes relataron que todo ocurrió tan rápido. Un incendio forestal había sido contenido en la mañana del 8 de agosto, pero, entonces, se encendió de nuevo en la tarde. Avivado por ráfagas de viento huracanado, descendió con rapidez por las colinas a través de la ciudad, devastando un paisaje afectado por la sequía con poco que frenara su avance hasta que llegó al océano.
En la línea costera, donde el fuego se quedó sin espacio, las olas impactaban contra las propiedades frente al mar que tenían pocos rasgos reconocibles de una casa (un buzón quemado, una portón de metal, un calentador de agua que se asomaba entre los escombros). Un gato amarillo se deslizó desde detrás de la carrocería de un vehículo y, luego, se alejó a toda velocidad.
Un hombre pedaleaba su bicicleta cerca del malecón, revisando las vivienda de las personas que conocía. Sin luz y con cobertura celular limitada, no sabía cuántas personas habían muerto. Cuando se enteró que eran decenas, lo asaltó la emoción, miró hacia arriba e intentó contener las lágrimas.
Varias cuadras hacia el norte, más allá de planteles escolares destruidos por las llamas, la preciada higuera del pueblo estaba herida, sus hojas rizadas y crujientes. Sentado solo debajo de su sombra estaba un hombre llamado Anthony Garcia.
Cuando el fuego comenzó a arrasar, algunas personas tuvieron solo unos minutos para huir, saltaron a los autos o simplemente corrieron tan rápido como pudieron mientras el infierno les escupía brasas en el cuello.
Garcia, de 80 años, dijo que había estado comiendo papas fritas y salsa y bebiendo una cerveza en un restaurante local cuando de repente comenzó a salir humo por la ciudad. Regresó a su departamento para tomar medicamentos, pero luego se le acabó el tiempo. Buscó refugio en un campo de béisbol cercano. Durante lo que parecieron horas, se tumbó bocabajo en el suelo, con la garganta ardiendo y la piel cociéndose. Garcia relató: “Fue como una tormenta de arena, calor y brasas”.
De alguna manera, el fuego lo perdonó. Sin embargo, perdió su apartamento y todas sus pertenencias, ha estado durmiendo en la intemperie, sin saber adónde ir.
Garcia manifestó: “Realmente no sé lo que voy a hacer. Estoy en las manos de Dios”.
En la cercana calle Front, un pequeño grupo de bomberos y equipos de trabajo estaban moviendo escombros para despejar la carretera, pero pocos estaban navegando a través de la amplia devastación más al este. Muchos señalaron que se estaba enviando poca ayuda; los lugareños habían tomado el asunto en sus manos, al transportar botellas de agua en camionetas “pick-up” y gasolina en bote. Algunos conducían con cautela por las calles, para ofrecer comida o ayuda a los necesitados.
En el vecindario Lahainaluna a lo largo de la colina, Lanny Daise, de 71 años, se detuvo en la casa que había construido el abuelo de su esposa décadas atrás. Ahora, era un montón de metal retorcido sobre una base carbonizada. Mientras navegaba entre los escombros, seguía deteniéndose, suspirando y tomando fotografías con su teléfono. No se podía rescatar nada, salvo un par de herramientas.
Dos cuadras más adelante, Benzon y Bella Dres buscaban joyas sin suerte. Su casa alquilada estaba destruida y lo habían perdido todo. Bella Dres vestía una camisa rosa que le regaló un gerente del hotel donde trabajaba. Por ahora, se hospedaban en otro hotel donde trabajaba Benzon Dres, pero, sin dinero ni pertenencias, no estaban seguros del futuro. Al final, dejaron de buscar.
Bella Dres señaló: “Todo se perdió”.
Mientras se alejaban, dejando atrás líneas eléctricas caídas, Felina de la Cruz y sus familiares llegaban a una casa cercana, una propiedad con varias unidades que albergaba a diecisiete personas de cuatro familias. De la Cruz dijo que cuando se mudaron de Filipinas a Lahaina hace dos décadas, al llegar supieron que ahí era donde querían tener su hogar. Indicó que era una comunidad donde todos se cuidaban unos a otros.
El vecindario, en la cima de una ladera con una vista pintoresca de la ciudad, el paseo marítimo y las puestas de sol más allá, tenía un panorama diferente ahora: De la Cruz miraba a más de kilómetro y medio de casas carbonizadas debajo, el humo todavía se elevaba hacia el cielo y arrojaba una neblina sobre la ciudad.
Nada estaba claro. Sin pertenencias y sin un lugar permanente para vivir, era un misterio dónde irían ella y su esposo con sus tres hijos. ¿Cuándo podría alguien volver a vivir aquí?
De la Cruz concluyó: “Es tan triste, tan triste. Amo este lugar. Amo Lahaina. Quiero vivir aquí. Pero, no sé”.