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100 años... y la orquesta sigue tocando

  • 15 abril 2012 /

Los mejores materiales, los motores más potentes, las innovaciones más sorprendentes, los detalles más sofisticados.

Cien años después de su descenso a los infiernos, el Titanic sigue navegando y su orquesta continúa tocando. Pese a descansar a 4,000 metros de profundidad en el Atlántico Norte continúa alimentando imaginaciones y leyendas, ficciones y realidades.

Ha conseguido ser, un siglo después de que un iceberg se interpusiera en su triunfal camino, lo indestructible e insumergible que soñaron sus creadores. Y si bien no pudo sortear aquella mole de hielo que lo arrastró al fondo del océano en las primeras horas del 15 de abril de 1912, sí que ha sido capaz de vencer el paso del tiempo y el peso de la historia.

Nació de un sueño y acabó convirtiéndose en una pesadilla. El sueño lo forjaron en el verano de 1907 Joseph Bruce Ismay, presidente de la White Star Line, y William James Pirrie, dueño y presidente de los astilleros Harlan&Wolff, el mayor constructor de navíos del mundo. En unos tiempos muy anteriores a los viajes en avión, los grandes barcos eran el máximo exponente del transporte de pasajeros, Pirrie y Bruce Ismay idearon la construcción de tres transatlánticos: Olympic, Titanic y Gigantic, que tras la tragedia del anterior cambió su nombre por el de Britannic. El Olympic fue botado en octubre de 1909, hizo su viaje inaugural el 14 de junio de 1911, sobrevivió a la Primera Guerra Mundial y navegó hasta 1935; mientras que el Britannic, que fue botado en febrero de 1914 y empezó su servicio como barco hospital en diciembre de 1915, se hundió el 21 de noviembre de 1916 en el mar Egeo tras chocar con una mina. Era en el Titanic donde tenían puestas todas sus esperanzas Pirrie y Bruce Ismay. Iba a convertirse en el estandarte de la White Star para hacerse con el mercado de pasajeros atlánticos de gran lujo. Iba a ser la mayor obra de ingeniería naval de la historia, el símbolo de una época, el abanderado de una sociedad, la occidental, que llevaba 100 años disfrutando de la paz, viendo cómo la técnica avanzaba con paso seguro, viendo cómo los beneficios del trabajo parecían filtrarse a través de la sociedad...

Viéndolo con la perspectiva actual, sorprende ese optimismo, esa confianza que la sociedad de entonces, mayoritariamente clasista, tenía en sí misma. La realidad era que en aquellos años la gente creía que la vida era perfecta. Sea como fuese, el hundimiento del Titanic bajó de golpe el telón de ese optimismo y acabó de un plumazo con la prepotencia de la época, con una forma de ver y vivir la realidad. Ya nada iba a ser igual. Después vino la Gran Guerra.

El 31 de marzo de 1909, empezaron en los astilleros de Belfast los trabajos para construir el barco más grande y más lujoso de la época. No iban a ponerse trabas en el presupuesto: los mejores materiales, las técnicas más avanzadas, los motores más potentes, las innovaciones más sorprendentes, los detalles más sofisticados. Todo esto y mucho más iba a tener el mascarón de proa de la White Star. El Titanic fue botado el 31 de mayo de 1911, tenía 269 metros de eslora y 28.19 de manga, podía desarrollar una potencia de hasta casi 60,000 caballos que permitirían una velocidad máxima de 23-24 nudos y tenía capacidad para admitir hasta 3,547 personas, entre pasajeros y tripulación. Southampton-Nueva York iba a ser su primer viaje.

Y luego estaba el lujo desmedido para aquellos de primera clase que pudieran pagarlo. ‘Camelot flotante’ y ‘Paraíso sobre las aguas’ fueron algunos de los adjetivos que recibió y no resultaban exagerados. La primera clase contaba con todos los estilos de la época: desde el Imperio hasta el Regencia pasando por el Luis XIV o Luis XXV. Piscinas cubiertas, pistas de squash, una baño turco, salas copiadas del palacio de Versalles, cafés parisinos, bibliotecas, gimnasios, ascensores...

Todo ello fue un reclamo imposible de resistir por algunas de las grandes fortunas de ambos lados del Atlántico. Un hotel con más estrellas que el firmamento para viajar del Viejo al Nuevo Mundo. La mayoría de los que se embarcaron con destino a Nueva York no estaban pensando en las estrellas; se dirigían a América en busca de una nueva vida, un futuro mejor. La segunda clase estaba formada por profesores, comerciantes y profesionales de clase media; mientras que los viajeros de tercera, que tuvieron que soportar un humillante examen médico para comprobar que no eran portadores de ninguna infección, eran trabajadores con escasos recursos económicos. Aunque la historia siempre ha hablado de los ricos y famosos que viajaban en el barco, lo cierto es que tres de cada cuatro pasajeros que se embarcaron llevaban billetes de segunda o tercera clase, fundamentalmente de esta última. El Titanic fue una enorme maqueta flotante de la sociedad de preguerra.

Tomado del Mundo.