04/12/2025
11:38 PM

Rómulo Emiliani: 'Tan solo un muro dividía la vida y la muerte”

Emiliani relata cómo logró calmar a los reclusos tras la muerte de 13 compañeros.

“Monseñor, véngase ya, que lo necesitamos urgentemente”, se escuchó una voz agitada que hablaba al teléfono del Policía Nacional, y le dije que me dejara hablar con los internos en vez de entrar por la fuerza, y ellos accedieron.

Ramírez del Cid me preguntó: ‘Monseñor ¿está usted dispuesto de verdad a entrar solo?’ y yo le dije: ‘¡Sí!’, que me dejara entrar.

Entonces me permitieron entrar, pero bajo mi propio riesgo. No he tenido un contacto muy frecuente con los internos del penal. No hay un contacto permanente con ellos, quizás entrar era un riesgo grande porque estaban enojados.

Antes de entrar me puse en las manos de Dios y le dije a él: ‘Señor, estoy aquí para construir tu reino. Esa es mi misión. Para eso me llamaste y me enviaste. Tú sabes que mi vida es tuya. Me pongo en tus manos y haz de mí lo que tú quieras’.

Ese era de esos momentos en que uno espera lo mejor, pero se prepara para lo peor. Cualquier cosa pudo haber pasado, pero yo estaba convencido de que era una misión muy importante porque trataba de evitar un mayor derramamiento de sangre. Y al fin entré; entré solito y cuando lo hice cerraron el portón y quedé solo ante ellos.

Los internos estaban al final, todos en un gran grupo. Empecé a caminar abriéndome camino entre algunos de ellos y yo sentí que estaban sudados, nerviosos, tensos, porque estaban esperando, quizás que entrara la Policía, y la situación era dramática porque los internos y los policías estaban separados por un muro. Por un momento, solo un muro dividía la vida y la muerte en el presidio porque si se hubieran abierto las puertas, creo que se hubiera armado un caos espantoso.

De pronto sentí que un interno me agarró del brazo y me dijo: ‘Monseñor, tranquilo, no le vamos a hacer nada, siga adelante, siga’, y seguimos caminando hasta que me encontré ya con los que dirigen, con todos los coordinadores. Había un gran grupo a mi alrededor. Siento la tensión porque lógicamente ellos también tienen miedo. Había cientos, no sabría decir el número.

Al fin comenzó el diálogo, que fue profundo y de mucho respeto.

Los internos siempre me respetaron y prometieron que no habría más violencia. Me aseguraron que no habría más muertos, que me quedara tranquilo. Pero me pidieron que la Policía que estaba al otro lado del muro saliera del presidio y nada más se quedaran los policías que cuidan la cárcel, que los otros se fueran. Esa fue la primera demanda de los internos.

Entonces salí y hablé con el comisionado Del Cid y le dije que, para estar tranquilos, los internos solicitaban para negociar que salieran del presidio los policías que no son del sistema penitenciario y él aceptó.

Volví a ingresar en el presidio. Era la segunda vez y los internos me pidieron esta vez que los Policías que habían salido se alejaran a una cuadra de distancia del presidio y entonces me dijo Del Cid, después de pensarlo un poco: “Está bien, monseñor, porque creo en usted. Lo vamos a hacer”.

La tercera vez que entré, los internos me pidieron que la Policía permitiera de nuevo el tránsito normal de vehículos por el bulevar para estar más tranquilos y también el comisionado Del Cid permitió que el tráfico vehicular quedara libre afuera. Cuando entré por cuarta ocasión, los internos me dijeron: ‘Necesitamos agua. Tenemos dos días sin agua, monseñor’ —porque la poca agua que tenían se gastó apagando el fuego—. También pidieron comida.

Salí a pedir el agua y mandaron las cisternas. Los bomberos apoyaron; mandaron el agua y después una empresa mandó no sé cuántos miles de bolsas de agua fría para que los internos se la tomaran.

La quinta vez que entré, cuando se les dio la comida y el agua, los internos accedieron a que entraran los alcaides, que son los encargados de pasar lista de todos los detenidos, los internos. Los propios internos me dijeron que ya podían entrar los alcaides. Entraron dos.

Los internos hicieron esto como un gesto para demostrar que ya había bajado la tensión, que todo estaba mucho más tranquilo, y sentí a los internos mucho más abiertos al diálogo. Ya los sentí muy cercanos. El diálogo fue más cordial. Los sentí con ganas de que hubiera paz. Hubo un cambio muy grande en la quinta intervención, así que salí de nuevo. Y ya regresé al interior por sexta vez y llevaba a los alcaides conmigo.
En este sexto ingreso los alcaides y unos internos me hicieron subir al segundo piso.

Había un equipo de sonido para hablarles por altavoz y el coordinador general de internos habló con todos, más de 2 mil internos en el patio interior, y él les garantizó que no va a haber más problemas, que ya iba a haber paz en el penal, y después me pidió que yo hablara y exhorté a los reclusos a que mantuvieran la paz, el respeto entre ellos.

Después de esas palabras hice una oración y todos los internos bajaron la cabeza, más de 2 mil internos participaron en una oración profunda y hermosa. Sentí que todos estábamos sumergidos en esa oración.

‘Te pido, Señor, por la vida de esta gente, que aprendan a amarse entre ellos, que no peleen más. Ilumínalos, dales fortaleza espiritual, bendice a sus familias, dales sabiduría a estas personas aquí presentes y permíteles reconciliarse contigo y entre sí’.

Fue una oración muy profunda y ellos la acogieron bastante bien. Una paz inundó el lugar.

Después de la oración, el coordinador general de internos presentó a los alcaides y les pidió a todos que colaboraran cuando se pasara lista, que no fueran con armas.

La séptima vez que ingresé en el penal lo hice con Abraham Figueroa Tercero, director de centros penales.

También iba con otro comisionado y hubo un diálogo de caballeros que duró como 15 minutos entre los internos y ellos.

En ese momento sentí que mi misión estaba cumplida y me fui a Cofradía a predicar, como había planeado desde el inicio del día”.

Eran casi las seis de la tarde y monseñor al fin se retiraba del penal con la sensación del deber cumplido después de tres intensas horas de negociaciones entre los reclusos y la Policía y esa noche, antes de dormir, fueron su último pensamiento.

“Siempre reviso lo que hice durante el día, siempre le pido perdón a Dios si en algo fallé. Repasé mucho lo que pasó en el presidio porque me impactó muchísimo y me acosté pensando y orando por los internos”, concluyó Emiliani con su ronca voz que aquella tarde llevó la paz y alejó la muerte.

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