Ciudad de Guatemala.
Contra toda su voluntad, Felipe Antonio Rodríguez debía entregar el dinero a los extorsionadores dos días a la semana, exactamente, a las diez en punto de la mañana, ni un minuto más, ni un minuto menos; pero el 8 de enero de 2015 no logró cumplir ese régimen delictivo, y murió cruzado por las balas.
Ese día, Rodríguez, quien durante ocho años manejó un bus de una ruta urbana en la capital guatemalteca, hizo malabares para recolectar el dinero exigido; sin embargo, los delincuentes no lo perdonaron. Tampoco a su colega Víctor Manuel Rivas, quien, por pagar tarde, también corrió el mismo infortunio.
Con lágrimas y sollozos que ahogan las palabras de dolor, Ana Gabriela Pérez (de 27 años) recuerda, como si hubiese sido ayer, que a su esposo le asestaron tres balazos: uno en el pecho, otro en la espalda y el tercero en una pierna.
“Ellos tienen gente especialista para matar y no perdonan a las personas aunque hagan el esfuerzo para pagar”, rememoró Pérez en una entrevista con LA PRENSA.
Al morir a los 29 años, Rodríguez dejó a su mujer con dos hijos, un niño de 2 años y una niña de 6, por quienes todos los días sorteaba las amenazas de los extorsionadores. “Él deseaba dejar ese trabajo por peligroso. Buscó otro y no se le dio la oportunidad. Yo no quiero que me maten, pero lo hago por mis hijos, decía”, relató Pérez, quien trabaja en una farmacia para alimentar a los niños.
Esta viuda que sufre las consecuencias de ese delito que tiene de rodillas a los transportistas recuerda que los “pilotos” (choferes) en la ruta para la cual trabajaba
Rodríguez eran extorsionados desde hacía varios años.
Los extorsionadores “les dieron un celular a los pilotos por el cual les daban las instrucciones: cada semana los llamaban y coordinaban el lugar adonde entregaban el dinero”.
“Mi esposo me contaba que siempre llegaba a recoger el dinero una persona diferente, los extorsionadores hasta utilizan a mujeres y niños para no despertar sospechas”, indicó. El 8 de enero de 2015, los choferes no lograron reunir la cuota extorsiva para entregarla a las diez de la mañana. Los delincuentes les ampliaron el plazo hasta las seis de la tarde.
“Esa vez, él (Rodríguez) y un compañero (Rivas) decidieron ir a dejar el dinero y cuando lo entregaron los asesinaron”, relató Pérez.
Para esta mujer que aún no supera el golpe emocional, “los extorsionadores tienen mucho rencor en el corazón y no les importa si a los que matan dejan niños huérfanos”.
Hogares enlutados
Un año antes, el 14 de abril de 2014, Sandra Martínez (de 38 ) se quebrantó en llanto al enterarse de que su esposo Rudy Guillermo Ortiz había muerto a balazos.
Cuando tenía 32 años, los delincuentes asesinaron a Ortiz, quien trabajaba en una ruta que cubre la ciudad de Guatemala con San Pedro de Ayampuc, porque no logró reunir y pagar la cantidad de dinero que le exigían.
Martínez es ahora una viuda que debe trabajar como cocinera para mantener a su familia compuesta por cuatro hijos de 16, 15, 12 y 5 años. A causa de la muerte de Ortiz, la vida de esta familia cobró un giro inesperado: los niños de 15 y 16 años deben trabajar para ayudar económicamente a su madre. Ella debe dejar a la niña en una guardería antes de ir a su centro laboral.
“Yo tengo que pagar alquiler de casa, educación y la alimentación de mis hijos. A los extorsionistas no les importa el dolor que causan y los daños que les hacen a las familias”, dijo.
Pérez y Martínez son dos de las dos mil mujeres que han quedado viudas por la muerte de sus maridos, choferes o ayudantes de buses asesinados por no cumplir con las condiciones impuestas por las redes de extorsionadores que operan en la capital guatemalteca.
Contra toda su voluntad, Felipe Antonio Rodríguez debía entregar el dinero a los extorsionadores dos días a la semana, exactamente, a las diez en punto de la mañana, ni un minuto más, ni un minuto menos; pero el 8 de enero de 2015 no logró cumplir ese régimen delictivo, y murió cruzado por las balas.
Ese día, Rodríguez, quien durante ocho años manejó un bus de una ruta urbana en la capital guatemalteca, hizo malabares para recolectar el dinero exigido; sin embargo, los delincuentes no lo perdonaron. Tampoco a su colega Víctor Manuel Rivas, quien, por pagar tarde, también corrió el mismo infortunio.
Con lágrimas y sollozos que ahogan las palabras de dolor, Ana Gabriela Pérez (de 27 años) recuerda, como si hubiese sido ayer, que a su esposo le asestaron tres balazos: uno en el pecho, otro en la espalda y el tercero en una pierna.
“Ellos tienen gente especialista para matar y no perdonan a las personas aunque hagan el esfuerzo para pagar”, rememoró Pérez en una entrevista con LA PRENSA.
Al morir a los 29 años, Rodríguez dejó a su mujer con dos hijos, un niño de 2 años y una niña de 6, por quienes todos los días sorteaba las amenazas de los extorsionadores. “Él deseaba dejar ese trabajo por peligroso. Buscó otro y no se le dio la oportunidad. Yo no quiero que me maten, pero lo hago por mis hijos, decía”, relató Pérez, quien trabaja en una farmacia para alimentar a los niños.
Esta viuda que sufre las consecuencias de ese delito que tiene de rodillas a los transportistas recuerda que los “pilotos” (choferes) en la ruta para la cual trabajaba
Rodríguez eran extorsionados desde hacía varios años.
Los extorsionadores “les dieron un celular a los pilotos por el cual les daban las instrucciones: cada semana los llamaban y coordinaban el lugar adonde entregaban el dinero”.
“Mi esposo me contaba que siempre llegaba a recoger el dinero una persona diferente, los extorsionadores hasta utilizan a mujeres y niños para no despertar sospechas”, indicó. El 8 de enero de 2015, los choferes no lograron reunir la cuota extorsiva para entregarla a las diez de la mañana. Los delincuentes les ampliaron el plazo hasta las seis de la tarde.
“Esa vez, él (Rodríguez) y un compañero (Rivas) decidieron ir a dejar el dinero y cuando lo entregaron los asesinaron”, relató Pérez.
Para esta mujer que aún no supera el golpe emocional, “los extorsionadores tienen mucho rencor en el corazón y no les importa si a los que matan dejan niños huérfanos”.
Hogares enlutados
Un año antes, el 14 de abril de 2014, Sandra Martínez (de 38 ) se quebrantó en llanto al enterarse de que su esposo Rudy Guillermo Ortiz había muerto a balazos.
Cuando tenía 32 años, los delincuentes asesinaron a Ortiz, quien trabajaba en una ruta que cubre la ciudad de Guatemala con San Pedro de Ayampuc, porque no logró reunir y pagar la cantidad de dinero que le exigían.
Martínez es ahora una viuda que debe trabajar como cocinera para mantener a su familia compuesta por cuatro hijos de 16, 15, 12 y 5 años. A causa de la muerte de Ortiz, la vida de esta familia cobró un giro inesperado: los niños de 15 y 16 años deben trabajar para ayudar económicamente a su madre. Ella debe dejar a la niña en una guardería antes de ir a su centro laboral.
“Yo tengo que pagar alquiler de casa, educación y la alimentación de mis hijos. A los extorsionistas no les importa el dolor que causan y los daños que les hacen a las familias”, dijo.
Pérez y Martínez son dos de las dos mil mujeres que han quedado viudas por la muerte de sus maridos, choferes o ayudantes de buses asesinados por no cumplir con las condiciones impuestas por las redes de extorsionadores que operan en la capital guatemalteca.