Fernanda, Rosita, Andrea, Karla y más de 17,000 niñas sacaron fuerza de flaqueza, pero no lograron evitar la tragedia. En ese momento aciago, con las vestimentas rasgadas en un cuerpo trémulo, todas gritaron, mas nadie las escuchó.
Varios días después, semanas o muchos años más tarde, todas ellas lloran desconsoladamente y por las noches, en sus sueños, vuelven a ver a los pederastas que les robaron la infancia y una vez más el terror estremece sus corazones.
“Muchas veces me despierto con el corazón agitado y veo a mi abuelo que regresa a hacerme dañ ;o. En mis sueños lo veo a él que vuelve a agarrarme, como lo hizo cuando yo tenía ocho años. A pesar de que han pasado varios años, sigo sufriendo como el primer día. He intentado quitarme la vida tres veces”, dice Melissa con la voz quebrantada.
Esa cantidad de víctimas (equivalente al 1% de la población total de niñas: 1,633,811) “es mínima”, advierte Norma Iris Coto, magistrada de la Corte de Apelaciones Penal de San Pedro Sula, pues “hay muchas que por diferentes factores, como el miedo y las amenazas, no presentan una denuncia por abuso sexual”.
Es probable, calcula Coto, que por cada víctima que llega al Ministerio Público a presentar una denuncia, dos guardan silencio en cualquier rincón del país. De ser así, en una década, unas 53,229 (equivalente al 3.26% del grupo demográfico femenino de 0 a 17 años) sufrieron agresiones.
“Yo soy una de las personas que se ha callado. Cuando tenía 13 años, una noche de un fin de semana, estaba sola en la casa, porque mi mamá andaba trabajando en El Salvador, y quería comer algo. Decidí ir a una gasolinera y cuando iba por la calle, atrás de mí frenó un carro. Se bajaron tres hombres armados y me metieron en el carro. Yo no supe qué me hicieron porque me golpearon. Cuando desperté estaba tirada cerca del Estadio Olímpico. Tenía mi buzo roto y sangre entre mis piernas”, relata María.
María, ahora con 21 años y estudiante de Ingeniería, recuerda que paró un taxi y le pidió al conductor que la llevara al Instituto Hondureño de Seguridad Social (IHSS).
“Mi mamá regresó de El Salvador, pero no pusimos la denuncia. Yo no recordaba ni el color del carro por el miedo que me invadió. Ese hecho me afectó mucho en mi vida porque caí en depresión y tuve problemas de identidad sexual, algunas veces me besé con una amiga”, dice.
Desconocidos, como los que raptaron a María, hombres cercanos a los padres de familia, abuelos, padrastros, tíos, primos e individuos insospechados de pederastia acechan con lujuria y, en un momento de soledad y absoluta indefensión, atacan a las niñas.
En Honduras, la mayoría de las víctimas (58%) tienen edades entre los 10 y 14 años y pertenecen a todos los estratos sociales.
Delmy Murcia, jefa en la costa norte de la Dirección de Niñez, Adolescencia y Familia (Dinaf), percibe que “en los últimos años ha aumentado la cifra de violación, sobre todo la violación especial (menores de 14 años)”.
“Son repetidos los casos de agresión cometidos dentro del núcleo familiar por el padrastro con el conocimiento de la madre. De padres y tíos también”, dice Murcia, con competencia en 48 municipios de Santa Bárbara, Cortés y Yoro.
Dinaf mantiene bajo protección temporal a decenas de niñas cuyos padres no ofrecen protección por ser partícipes o cómplices de la agresión. La violencia sexual contra niñas y adolescentes es un fenómeno que golpea a las sociedades más pobres y con instituciones débiles.
El Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) en el informe Una situación habitual, violencia en las vidas de los niños y los adolescentes consigna que en 38 países de ingresos bajos y medianos, cerca de 17 millones de mujeres adultas aseguran haber tenido relaciones sexuales por la fuerza en la niñez. Mientras que “en 28 países de Europa, alrededor de 2.5 millones de mujeres jóvenes informan haber sido víctimas de formas de violencia sexual con y sin contacto antes de los 15 años”.
Para la psiquiatra Xenia Aguilera, subdirectora del Hospital Santa Rosita, la sociedad hondureña debe ver el abuso sexual contra las niñas como un problema realmente grave.
“Una violación provoca cambios neurobiológicos y causa trastornos que pueden afectar durante toda la vida a la víctima”, advierte Aguilera.