No hay quien no se sorprenda al ver sobre un frondoso árbol de mango una casa construida por un grupo de jóvenes amantes de la sana diversión en la entrada a la comunidad de Bajamar, municipio de Puerto Cortés.
Esos muchachos no han recibido clases de arquitectura o ingeniería, pero la “casita del mango”, como la llaman en la comunidad garífuna, ya fue puesta a prueba cuando vientos huracanados la azotaron con furia durante la pasada temporada de tormentas.
“Suba sin miedo que estas gradas están hechas con pura madera de mangle cortada del estero”, dice Mike Bernárdez, uno de los jóvenes que contribuyó con la construcción.
Los peldaños de las escaleras están fijos. Han soportado el subir y bajar de los adolescentes desde que hicieron la casa en diciembre con el propósito de juntarse para escuchar música o jugar playstation.
La casa tiene una hermosa vista al mar por una de sus ventanas. Por la otra, puede verse la calle principal que se abre paso hasta el centro de la aldea de pescadores.
La casita del mango está a unos cincuenta metros de un puente de concreto desde el cual se aprecia el espejo del estero de agua dulce con el cielo reflejado en su superficie.
Desde que el visitante pasa por Travesía hasta llegar a Bajamar va viendo, a ambos lados de la vía polvorienta, a los nativos que disfrutan bajo las palmeras, en los patios de sus casas, jugando a las cartas, conversando a dedicados a sacarle provecho a los recursos del mar y las playas.
En estas comunidades, olvidadas por el desarrollo turístico, parece haberse refugiado la paz que huye de las grandes ciudades, pues no hay hechos delictivos que alimenten las primeras planas de los diarios.
La familia asegura que viven felices en esta humilde vivienda.
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Los jóvenes como Geovany Cruz, uno de los creadores de la vivienda enclavada en el ramaje del árbol frutal, reparten su tiempo entre la pesca, los estudios y el sano entretenimiento.
A Cruz se le ocurrió la idea de la casa al ver la película La isla perdida que cuenta la increíble historia de un grupo de jóvenes, quienes en compañía de su tío, visitan una misteriosa isla en la que construyen una choza sobre un árbol para ponerse a salvo de los animales salvajes.
Cuando los chavos comenzaron a trabajar en la construcción, la gente se reía de ellos. Los curiosos se paraban en la calle para verlos trabajar y les decían que estaban locos, que ese proyecto nunca lo iban a concretar.
Se equivocaron totalmente. Ahora, la casita del mango parece retarlos desde arriba para que entren a conocerla. Tiene la altura del tercer piso de un edificio cualquiera, afirma Mike Bernárdez, quien ya comenzó sus estudios universitarios en San Pedro Sula.
Las paredes de la casa son de cañabrava como las de los garífunas, y el techo, de cinc y asbesto desechado; sin embargo, toda su estructura es de mangle rojo y blanco que es tan fuerte como el hierro, comenta Bernárdez.
Aparte del equipo de sonido y el televisor para conectarlo a los videojuegos, los muchachos han metido a la casa un colchón para que alguien se quede a dormir. Hay luz eléctrica y suficientes tomacorrientes para enchufar los diferentes aparatos por si alguien se quiere quedar a vivir.
Para qué aire acondicionado, si la brisa del mar que entra por la ventana y el ramaje del mango proporcionan tanta frescura como en un hotel cinco estrellas, expresa con una dosis de buen humor, el muchacho.
En tiempos de cosecha, “solo tienes que sacar la mano por la ventana para coger un mango. Ahora están tiernos, pero se pueden comer con sal”.
Los turistas que suelen visitar estos parajes arrullados por el mar se detienen a admirar la estructura que algunas llaman la casa de Tarzán y hasta le toman fotografías con sus celulares para publicarlas en las redes sociales.
Los muchachos no niegan a nadie la entrada a la casita, que se convirtió en otro de los atractivos de Bajamar.
Los pequeños se han acostumbrado a vivir en estas condiciones.
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