Sudáfrica es un país de acusadas luces y sombras que ha sabido reinventarse para dejar atrás el “apartheid” y luchar por la democracia. A las puertas de recibir el Mundial de Fútbol todavía deben superar las diferencias raciales, la violencia callejera y su desequilibrio económico.
En una de esas entrevistas que rara vez concede el escritor sudafricano John Coetzee, Premio Nobel de Literatura en 2003 y residente en Australia, dijo que lo que añoraba era la Universidad de Ciudad de Cabo, “un entorno en el que es posible tener una relación natural con jóvenes guapos, felices y seguros de sí mismos, de todas las razas y procedencias, con el mundo a sus pies”.
Los méritos del pueblo sudafricano son mayúsculos, aunque no lo son menos sus desafíos. En 1991, cuando el régimen segregacionista que gobernaba el país desde 1948 se derrumbaba, se mezclaban todos los ingredientes necesarios para cocinar una sangrienta guerra civil; pero, en su lugar, pese a los enfrentamientos callejeros que se cobraron muchas víctimas mortales, en 1994 se celebraron las primeras elecciones libres en la historia del país.
Nelson Mandela fue elegido Presidente y, a pesar del catastrófico contexto socioeconómico que heredó, supo cómo galvanizar las virtudes del pueblo para conducirlo a la reconciliación, convirtiéndose en el dirigente africano más popular del siglo XX.
Fue entonces cuando el reverendo Desmond Tutu, premio Nobel de la Paz en 1984 por su activismo contra el apartheid, rebautizó Sudáfrica como “la nación arco iris”. En este país meridional convivían ya en armonía una docena de lenguas y otra de razas, eso mismo que extraña hoy Coetzee. Sudáfrica se puso entonces de moda en el mundo entero. Y lo sigue estando. Recibe anualmente 9.5 millones de visitantes y este año espera superar los diez millones y convertir el evento en una plataforma de promoción que acabe haciendo del turismo uno de los principales sectores de su economía. No en vano se trata de un país con una naturaleza exuberante y que atraviesa una sugestiva situación sociopolítica.
Pero la cosa no es tan sencilla. Han pasado 16 años desde aquellas elecciones libres y el rostro de Sudáfrica no es tan amable como el que había imaginado Tutu. El idealismo y la épica que sucedieron a la caída del apartheid han ido perdiendo empuje y actualmente supuran a borbotones las heridas abiertas que dejó la segregación.
En el peor de los casos, los sudafricanos optan por emigrar. No existen cifras oficiales, pero sí una preocupación por la espantada de los trabajadores más calificados, los que han tenido acceso a una educación mejor, que en Sudáfrica no es igual para todos.
Sudáfrica es una de las sociedades económicamente más polarizadas del planeta. El coeficiente Gini, un índice que mide las desigualdades en el mundo, marca un su caso un preocupante 0.6. Este coeficiente se mueve entre 0 y 1. El cero representa la igualdad total y el uno la concentración del capital en un solo par de manos. En general, se considera que a partir de 0.4 la situación es preocupante, susceptible de desembocar en conflictos sociales.
Además, este desequilibrio está “racializado” y la población negra se lleva la peor parte. El 60% de la población, casi todos negros, viven con menos de 419 dólares al mes.
La mayoría vive en ‘townships’ o asentamientos: ciudades dentro de ciudades, muchas urbanísticamente caóticas, lugares a los que fueron obligados a exiliarse los negros durante el apartheid y donde abundan las chabolas de techo de uralita y paredes maltrechas, flanqueadas muchas veces por caminos sin asfaltar, que se convierten en auténticos lodazales cuando arrecian las tormentas en verano.
Potencia emergente
La sociedad concede un estatus privilegiado a las víctimas del apartheid. La formación del actual presidente, Jacob Zuma, no es académica sino carcelaria, de su paso por Robben Island, donde también estuvo encerrado Mandela.
Desde su elección ha sido calificado con los epítetos más sonoros, entre otras cosas porque estuvo acusado de violación y corrupción. En enero desposó a su quinta mujer en una ceremonia tradicional zulú en la que bailó en taparrabos de leopardo, lo que le valió nuevas críticas.
Antes que él y después de Mandela, Thabo Mbeki llevó las riendas. Su legado más sonoro son las 350,000 víctimas mortales evitables, según organizaciones de derechos humanos, por su empecinamiento en el heterodoxo punto de vista que desvincula VIH y sida. Pero ni la tamaña irresponsabilidad de Mbeki en uno de los países del mundo más seriamente azotados por la pandemia del sida, ni las luchas cainitas por el poder en el seno de la ANC, ni la galopante corrupción de la clase política, ni tan siquiera las cifras de desempleo que rondan el 30%, han servido para fortalecer a la oposición, más ruidosa que útil.
Sudáfrica es la joya de la corona del continente africano. Es una potencia emergente que, salvo en los años de recesión internacional, ha mantenido un crecimiento sostenido y que aspira a formar parte del BRIC (grupo formado por Brasil, Rusia, India y China) y hacer oír su voz en los principales foros internacionales, fundamentalmente en la Organización Mundial del Comercio (OMC).
16 años después de las primeras elecciones libres y a las puertas de albergar el evento internacional más importante de su historia contemporánea, Sudáfrica es un país de acusadas luces y sombras, todavía en transición y en difícil equilibrio sobre el legado de Mandela. Del pueblo sudafricano depende conseguir apuntalar las bases sobre las que se ha levantado para convertirse realmente en el país arco iris, como la Universidad del Cabo de Coetzee y el suelo de Tutu, o dilapidar incomprensiblemente un esfuerzo de tantos años. Ahora mismo parece estar tan cerca de una cosa como de la otra.