Las tiendas, almacenes y supermercados lucían sus mejores galas, millones de luces de mil colores adornaban todos los establecimientos y el movimiento de los compradores era increíble. Se acercaban las fiestas de Navidad, el entusiasmo era desbordante.
Desde la ventana de su casa un niño en silla de ruedas miraba el torbellino humano, la gente pasaba con paquetes bajo el brazo y los camiones y pailas cargaban refrigeradoras, juegos de sala, estufas, televisores y todos esos artículos que la gente suele comprar en la época más hermosa del año.
-¡Adrián! ¡Adrián! ¿Qué haces ahí? Te he dicho mil veces que no me gusta verte en esa ventana.
-Lo sé tía, pero es que…
-Nada de nada, a tu cuarto inmediatamente.
-Es que me gusta ver a la gente, ya viene la Navidad, tía.
-No quiero discutir contigo, hazme caso ahora mismo.
El niño empujó con sus manitas las ruedas de su silla, entró en su cuarto y cerró la puerta. Doña Rina, que así se llamaba la tía, expresó: “Maldito muchacho, no sé porqué se murió mi hermana dejándome esa carga”.
Llegó la noche y el pequeño Adrián acercó la silla a la cama y se metió en ella, se arropó con mucho esfuerzo y antes de cerrar sus ojos para entregarse en los brazos de Morfeo elevó una oración: “Diosito, yo sé que me estás escuchando. Dile a mamá que la estoy esperando, me hace mucha falta desde que se fue, mándame a tus ángeles para que me cuiden. Gracias en el nombre de tu hijo Jesucristo, amén”.
Elena, la madre de Adrián, había fallecido a consecuencia de un accidente automovilístico ocurrido dos años atrás. Ella y su pequeño hijo viajaban por la carretera del norte cuando fallaron los frenos del auto, aunque la mujer intentó detenerse no pudo; el carro dio varias volteretas.
Cuando la ambulancia llegó al hospital de Comayagua Elena había fallecido, el niño sobrevivió, pero sus piernas quedaron paralizadas al recibir un fuerte golpe en la columna vertebral. Doña Rina se hizo cargo de Adrián a regañadientes, era una solterona que odiaba a los niños, sin embargo, trataba de no atacar verbalmente a su sobrino sabiendo que era heredero de una inmensa fortuna.
“Ojalá se muera este cipote, así me quedaría con todo lo que dejó mi hermana… mmm, ya veremos qué pasa más adelante je, je, je, je.
El canto de los pájaros anunció que había amanecido, Adrián apareció en el comedor y saludó:
-Buenos días tía.
-Buenos días Adrián, acércate a la mesa que ya te sirvo el desayuno. Hoy te preparé unos panqueques, sé que te gustan mucho.
-Me fascinan tía, además, usted consigue la miel más deliciosa del mundo.
-Esa me la trae un olanchano, ¿cuántos te vas a comer?
-Unos dos, tía.
-Mejor te voy a servir cuatro y unos frijolitos fritos en la orilla del plato, ¿te parece?
-Me encanta, tía Rina.
Después del desayuno Adrián pidió permiso a su tía para ver por la ventana, permiso que le fue concedido. La tía tenía cosas oscuras en su mente y no quería que su sobrino se diera cuenta de sus planes. “Esos panqueques me han dado la mejor idea, poquito a poco le voy a meter veneno hasta que se muera, así seré la dueña de todo esto. Ya vas a ver Adriancito”.
Unas niñas pasaron frente a la ventana y quedaron mirando al muchacho, una de ellas gritó: “Ya es Navidad Adrián, ¡felicidades!”. Luego salieron luciendo con gorros rojos de San Nicolás.
Doña Rina comenzó a preparar la harina de los panqueques mezclándoles un líquido transparente, era un veneno que mataría lentamente a su sobrino. Faltaban cinco días para el 24, en ese lapso de tiempo había calculado su muerte. Como de costumbre Adrián la saludó aquella mañana y se acercó a la mesa mientras miraba a su tía preparando los deliciosos panqueques, ella acercó un plato y comenzó a colocar los que le servirá a Adrián, en otro plato servía lo que ella se iba a comer.
-Aquí están tus panqueques y aquí los míos, aquí está la miel.
El teléfono sonó y doña Rina se levantó para contestarlo. En ese momento ocurrió algo insólito ante los ojos del muchacho, una mano invisible cambió los platos.
La mujer, sonriendo, indicó a su sobrino: -Hoy te serví panqueques especiales, te van a encantar Adrián.
Se comió sus panqueques y él los suyos, media hora después comenzó a sentirse mal, eran las ocho de la mañana cuando la mujer se desplomo y, desesperado, Adrián trató de ayudarla, pero no pudo. Gritó con todas sus fuerzas pidiendo ayuda y nadie lo escuchó, de pronto escuchó la voz de Elena, su madre: “Hijo, levántate de esa silla y corre en busca de ayuda. Te quiso envenenar y se le pasó la mano, corre hijo, corre...”.
Adrián se levantó y corrió en busca de ayuda. Doña Rina fue llevada en una ambulancia, su sobrino iba con ella.
Cuando doña Rina abrió sus ojos estaba llorando arrepentida y dio gracias a Dios de no haber matado a su sobrino. Él le contó lo sucedido en la mesa:
-En el nombre de Dios te pido perdón, le pido perdón a mi hermana, me he dado cuenta de que Dios te puso en mi vida para verte como a mi propio hijo.
De pronto se dio cuenta que su sobrino había caminado para salvarle la vida, lo abrazó y lloró largamente.
El 24 de diciembre doña Rina salió del hospital acompañada de su sobrino, el fantasma de su hermana la había salvado. Aquella Nochebuena oraron por el alma de Elena y salieron de la casa con una canasta llena de regalos para los niños pobres de la calle.
Afuera las luces de mil colores se unían a los cantos navideños que se escuchaban en la iglesia del barrio.