El tiempo parece haber quedado atrapado en el despacho de Alejandro Varela, quien se dedica a elaborar toda clase de documentos legales en un vetusto local del centro de San Pedro Sula.
Desde la calle, por la puerta siempre abierta, pueden ver los transeúntes al hombre de 85 años tecleando en una vieja máquina de escribir para sacar el trabajo de sus clientes, consistente en traspaso de vehículos, permisos para menores que van a salir fuera del país y otros trámites legales.
Aunque tiene título de perito mercantil y contador público, prefiere trabajar en lo que aprendió cuando era secretario de los tribunales sampedranos en los dorados tiempos de su juventud. En 1943 había empezado como conserje en el Juzgado de Letras de lo Criminal, donde una vez vio una máquina abandonada, la limpió, la aceitó y se puso a teclear en ella con dos dedos.
Un compañero que lo vio en ese afán le aconsejó que sacara un curso de mecanografía.
Así lo hizo y a los cuatro meses ya estaba copiando los editoriales del Correo del Norte con todos los dedos de las manos sin ver las teclas.
Gracias a su iniciativa fue ascendido a secretario a los 17 años y desde entonces su vida ha transcurrido frente a una máquina de escribir.
La que tiene actualmente tiene unos 30 años y compite en edad con el sillón en el que Varela suele reclinarse o girar para darse aire cuando el calor aprieta.
La era tecnológica no ha sido invitada a entrar en la pequeña estancia carente de lujos, porque el veterano tramitador considera que nunca una computadora va a sustituir en eficiencia a su vieja Olympia.
“El problema con las computadoras es que tienen un montón de teclas que no voy a necesitar, no es lo mismo que mi maquinita, por eso digo que no es computable cambiarla”, argumenta.
Infancia
A San Pedro Sula llegó en su niñez procedente de Yoro, donde veía caer todos los años la lluvia de peces. “Iba a El Pantano a recoger peces que caían del cielo, aunque realmente los traía una tromba desde La Ceiba”, comenta.
En aquellos años de su infancia también veía pasar frente a su casa los pelotones de soldados armados que subían a lomo de mula a los cerros para combatir contra otros compatriotas, producto de las guerras intestinas que ensangrentaban al país.
“Una vez corrió la sangre en el río Machigua y fueron tan fuertes los enfrentamientos que después conseguíamos grandes cantidades de cartuchos para jugar”, recuerda.
Con los años llegó “la bendita paz” del general Carías al país. Fue entonces cuando Varela comenzó su carrera de empleado judicial en San Pedro Sula.
El viejo evoca con nostalgia aquellos tiempos en que “usted podía dormir con las puertas de su casa abiertas y nadie se atrevía a tocarlo ni a robarle”.
Por supuesto que había criminales que mataban por placer, pero Carías los fue eliminando a todos; incluso algunos fueron pasados por las armas, recuerda.
A él, como secretario, le tocó redactar y firmar la sentencia de muerte de varios criminales que fueron fusilados en el cuartel general que funcionaba donde hoy se yergue el edificio principal del Banco Atlántida.
Uno de los ejecutados fue un sicópata y pervertido sexual que violaba a menores de edad y luego las estrangulaba, dice.
“Me ponía triste cuando hacía las sentencias, aunque no era yo quien las dictaba, sino el juez, pero me ponía a pensar que si esos sujetos habían sido condenados era porque habían cometido un delito y tenían que pagarlo de acuerdo con la ley”.
Nunca quiso ir a ver un fusilamiento, pero supo que uno de los condenados que había matado a dos personas en Potrerillos cuando le iban a disparar se hizo a un lado, a pesar de que estaba amarrado a un poste y eludió las balas.
“No te vas a salvar”, le dijo el jefe del pelotón de fusilamiento, “pero te voy conceder un último deseo”.
El hombre pidió una pacha de guaro y un puro que le trajeron casi de inmediato.
Apuró de un solo trago el aguardiente y luego le dio dos chupetazos al tabaco antes de caer abatido a la orden de ¡fuego! Lo habían afianzado bien al poste.
Algunos de los sentenciados se salvaron de ser fusilados cuando entró la Junta Militar de Gobierno que derrocó a Julio Lozano Díaz y abolió la pena de muerte, agrega.
Sus cercanos amigos llaman a Alejandro Varela el último de los Mohicanos porque no creen que exista otro secretario vivo de los tiempos de Carías.
Han sido casi 70 años que el hombre ha estado frente a una máquina de escribir considerando que comenzó a usarla cuando solo tenía 16.
Su nieto es su asistente
Don Alejandro Varela no tiene secretaria. Sus asistentes son su nieto Cristian Varela y su hijo de crianza Medardo Raudales, apodado el Abogado, que están prestos a auxiliarlo en cuanto llega un cliente por si necesita que les dicte algún documento, pues ya se le dificulta leer.
No usa lentes para la vista cansada porque tiene cataratas en un ojo; por eso casi se pega a la cara los documentos para leerlos, pero para escribir no tiene problemas porque sus dedos ya saben dónde está cada tecla.
Aparte de esa deficiencia física, Varela no se queja de nada. Todos los días está muy de mañana abriendo su oficina, a pocas cuadras del parque central.
Incluso no dejó de trabajar cierta vez que un accidente de tráfico lo dejó en silla de ruedas durante una temporada.
Los dos muchachos le ayudaban a transportarse de su casa en taxi y luego lo llevaban en la silla de ruedas a la oficina.
Su nieto y el Abogado lo han visto trabajar durante tanto tiempo que ya le entienden al trámite de todo lo que hace, por eso se consideran sus asistentes.
Cristian ya hubiera instalado una computadora en la oficina para modernizarla, pero Varela se resiste a cambiar su vieja máquina.
“Este ya me quiere quitar el trabajo”, dice bromeando el tramitador cuando escucha que su nieto quiere mandar a reparar una computadora que le regaló un abogado.
Mientras haya quien repare su maquinita, seguirá trabajando en ella, dice Varela.
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