A los cuatro años de edad Valeria Valle se vio al espejo llena de ronchas raras en todo su cuerpo. Eran erupciones de una varicela que luego desaparecieron, pero dejaron las típicas y desagradables manchas.
Como no le gustaban para nada, buscó la manteca de cacao que su madre le ponía y no dejó de untarla hasta que vio otra vez su piel linda. En cuanto entró a los quince años comenzó a vivir un rosario de sufrimientos que, a pesar de su crueldad, nunca lograron humedecer sus ojos ni ahogarla en un mar de lamentos.
Aún, mientras recibía aquellas horrendas quimioterapias y radiaciones mantuvo erguido el ánimo: en cuanto se recuperaba del martirio, volvía a sus clases en un colegio de la ciudad.
Cuando no está en clases, Valeria ayuda a su madre Tirsa Rodas en las tareas de la sala de belleza que tiene en su casa del barrio Morazán, al noreste de la ciudad. Con orgullo la muchacha muestra la peluca que lleva puesta desde que terminó el tratamiento. Se la compró su mamá para ocultar los efectos de las ocho quimios en la que era su abundante cabellera negra.
Asombro
Entre los eslabones de su cadena de tratamientos están dos cirugías relacionadas con diferentes tumores. Estaba lista y resignada para ir a una tercera operación mediante la cual le iban a extraer un extraño bulto que se le había formado en la laringe cuando ocurrió algo insólito: el día antes de ir al quirófano expulsó la pelota envuelta en sangre.
En el momento que hacía pedicura a una de las clientes de su madre, sintió impulsivos deseos de toser y vomitar. Pidió permiso, fue al baño y allí con asombro vio como en sus manos ahuecadas caía la amorfa porción de carne enrojecida.
No lo podían creer los médicos de la clínica privada en la que se llevaría a cabo la cirugía, pero le hicieron un examen radiológico y no apareció el tumor. Entonces ordenaron suspender los preparativos de la cirugía.
El viacrucis de la colegiala comenzó con la repentina inflamación y enrojecimiento de su rodilla derecha cierto día que regresaba de una clase de educación física. La situación se fue agravando de tal forma que no hubo otro remedio que llevarla al quirófano después de una serie de estudios urgentes. Los médicos diagnosticaron que la muchacha había desarrollado un tumor óseo no canceroso el cual le fue extirpado con buenos resultados.
El martirio
Se recuperaba de esa cirugía en junio del año pasado, cuando en la ducha palpó sobre su clavícula derecha una prominencia, la cual resultó ser un tumor maligno de acuerdo a los exámenes que le hicieron en la Liga Contra el Cáncer.
Aquí se lo extirparon, y fue entonces cuando le prescribieron las quimioterapias más fuertes porque, mediante una tomografía computarizada, le detectaron ganglios con cáncer maligno en el tórax.
Valeria resistió con valentía la aplicación ingrata de las sustancias químicas del tratamiento que le hacían cada mes en el Hospital Mario Rivas, ya que en la Liga Contra el Cáncer no había cupo.
“La primera fue una de las peores, sentía ganas de vomitar, dolor en las articulaciones y mareo cuando me paraba. Dormía con una cubeta al lado para expulsar los vómitos porque eran tan fuertes los dolores que no podía ir al baño”, relata ahora la colegiala.
A causa de los químicos el cuerpo se deshidrata, por lo que le tenían que suministrar hasta seis bolsas de suero.
No comía, los labios se le rajaban y la garganta la sentía reseca. La almohada fue testigo de los efectos posteriores que tuvieron las quimioterapias pues todas las noches recogía cabellos que se le desprendían debido al envenenamiento de las células malignas y buenas producido por la medicación química.
“Perdí hasta las cejas y las pestañas”, refiere Valeria. Recuerda que solamente los días de la quimioterapia dejaba de ir al colegio, pues nunca perdió la fe de convertirse algún día en profesional de las comunicaciones.
Actualmente, a sus 19 años, está por graduarse como Bachiller en Arte, en el Centro Cultural Sampedrano. Su amor por la lectura y todo lo que sabe a cultura, le abrió el camino para ganar cuatro premios por la redacción de cuentos inéditos y por su limpia ortografía, cuando estudiaba el Plan Básico en el colegio Saint Angels.
“A mí no me pregunten si quiero participar, pónganme en la lista si se trata de una obra de teatro”, solía decir a los profesores que buscaban talentos artísticos.
Ahora que ya pasó el vendaval de sus padecimientos, piensa hacer uso de sus dones para escribir la historia de su vida, no con trazos trágicos y negativos, sino con la pluma de una persona victoriosa.