12/05/2025
02:21 PM

El legado de Álvaro Canales

No está de más volver a contarlo por aquello de la desmemoria. A finales de la década del setenta vino don Álvaro Canales, por última vez, a Honduras. El pintor nacional residía, desde su juventud, en la capital azteca, lugar en que fuera también sepultado.

    No está de más volver a contarlo por aquello de la desmemoria. A finales de la década del setenta vino don Álvaro Canales, por última vez, a Honduras. El pintor nacional residía, desde su juventud, en la capital azteca, lugar en que fuera también sepultado. El asunto es éste: llegó el artista al país por dos razones: una, hacer el mural del Paraninfo de la Universidad Nacional de Honduras y, dos: visitar al alcalde de Tegucigalpa, muy conocido por él, pues había sido su gran amigo y visitante de su casa, de su estudios y admirador de su obra cuando, el ahora edil de los capitalinos, realizaba estudios de arquitectura en una universidad de México.

    Don Álvaro Canales decidió dejar por un momento los andamios del Paraninfo para ir una mañana a donde su viejo amigo, el alcalde. Su deseo era plantearle la aspiración de realizar un mural en el parque central de Tegucigalpa, a la derecha de la estatua de Morazán, enfrente del paredón donde Rabiver había dibujado una canasta con una mano depositando un pañuelo en la basura; exactamente, en el mismo lugar en donde aquel atolondrado alcalde, yerno de doña Nora, la de Melgar, levantara, en la era del madurato, un mamarracho de cartón, cemento y hierro.

    Después de los abrazos y las preguntas y los cómo está, maestro y los recuerdos y el 'que tal la familia, don Álvaro' y el '¡bienvenido, ésta es su casa!', el maestro le mostró al burgomaestre el boceto de la monumental obra que, por su tema, sería el mayor legado de su arte para el pueblo hondureño. Lo único que necesitaba el maestro era que la municipalidad comprara ocho toneladas de mosaicos especiales, cemento y que corriera con los gastos de seis obreros hondureños más el sueldo de un ayudantes mosaiquista que el maestro traería de México y cien mil lempiras de honorario para él (que estaba a dos por un dólar, década del setenta). El alcalde, con frialdad, dijo: maestro, como ése es su obsequio para el pueblo hondureño le podemos ayudar con algunos materiales, pero hágalo de regalado...

    Todo esto lo contó don Álvaro Canales con impotencia, mientras se secaba las lágrimas y desplegaba el boceto, en la mesa del comedor, ante una rueda de amigos reunidos en una Navidad de La Ceiba, para cenar con él en la casa de don Juan Bautista Canales, su hermano.