Acabo de regresar de Olanchito. Pasé por Juticalpa, San Esteban, Tocoa y Sabá. Salí del caos de Tegucigalpa – sin solución— al poco presentido caos de Tocoa y Sabá. Dos ciudades jóvenes, sin gobernantes. Navegando en el desorden y la inseguridad. Agarradas a la carretera, con el derecho de vía ocupado por irrespetuosos, llenas de basura para que los transeúntes constaten que comen.
Y votan las sobras: la madera y los metales que se aglomeran en la orilla. Creen que están en la gloria, mientras adentro en sus barrios el crimen se apodera de calles, llenando de terror a sus vecinos.
La carretera está llena de baches, las aproximaciones de sus puentes, sin atender. Y caprichosamente dominadas por los irrespetuosos que colocan túmulos traicioneros, poco visibles para los automovilistas, con vendedores y agricultores que usan la vía pública para cumplir sus propósitos de irrespetar la ley y desconocer el derecho de los demás.
En Tocoa incluso hay –igual que en Callejones en Occidente– cercos en el derecho de vía, sembrados de maíz que impiden que los vehículos sean estacionados.
Son dos ciudades caóticas, sin gobernanza, en las que sus vecinos irrespetan la ley y el más fuerte impone su voluntad. Y la Dirección de Tránsito aglomera vehículos destrozados, en forma irresponsable, para facilitar el saqueo por los particulares de piezas, con o sin la autorización de sus oficiales a cargo. Adentro, el “apóstol” Santiago predica contra el sexo.
Es una tortura pasar por allí. Los extranjeros se deben llevar la peor impresión, no solo de la basura y el descuido, sino del gigantismo visual que se observa en feos edificios, desmesurados y en las formas horribles en que se abusa de las columnas agreden el paisaje y ratifican el caos, imponiendo la ley del más fuerte. Los delitos en contra de las personas y sus bienes son visibles: los invasores de las plantaciones de palma africana, posiblemente con la simpatía de las autoridades locales y nacionales, construyen casas y chozas para mostrar su voluntad de explotar en su favor los bienes ajenos. Los delitos en contra de las personas ya no impresionan a nadie. El día anterior, el subdirector médico del hospital fue asesinado, sin que nadie se impresione por ello. La capacidad de sobrevivencia de personas inconscientes es respaldado por la indiferencia con que ven el irrespeto de la vida ajena.
Cada quien anda en lo suyo, nadie vuelve a ver los ojos del otro, y todos esperan lo peor. Solo confían en la suerte o en el azar. “A cada quien le llega su día”, dice un joven mientras sirve combustible. En la indiferencia son felices a su manera. Carajo.
En Olanchito, cuando planteo los problemas de la inseguridad, una joven se defiende. Dice que Olanchito no es como Choloma o Sabá y Tocoa. Tampoco la suciedad y el caos de Sabá y Tocoa es igual, pero hay que hacer algo para evitar llegar a estos extremos. Por lo menos, le digo, hay que preservar la condición de Ciudad Cívica, que no tienen Tocoa y Sabá y que a sus habitantes no les interesa absolutamente. No sé si eso también está ocurriendo en Olanchito, pienso.
Detrás de todo hay una visión irregular de la vida, un discurso de odio que, desde el individualismo, anima al éxito de cualquiera forma, incluso robando y matando. Además, en la indolencia de las autoridades –no vi ningún operativo contra el narcotráfico, por ejemplo, y menos contra el robo de fruta de las plantaciones de palma africana– los delincuentes tienen la seguridad de que sus acciones irregulares nunca serán descubiertas por irresponsables funcionarios.
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