Joan Sebastian escribió y cantó una bella canción que en una de las estrofas mejor logradas le promete a su amante: “Te voy a cambiar el nombre”. Fue un éxito. Todo el mundo la cantó, celebrando la fuerza del amor que en nombre de un exquisito deseo de consolidar la posesión del objeto amado le quiera quitar a su amor el nombre que le pusieron; y él, en un ejercicio de dominación machista, bautizarla como él lo quiere. Ya sabemos que nombrar es un acto de poder, que la persona, el animal bautizado, la planta o el río limpio que salta entre las piedras se vuelven propiedad de quien nombra las cosas. Por ello, la afirmación que “la palabra fue primero” de repente tiene que ver con esta vocación de llamar al caballo, caballo, y a la mariposa multicolor, mariposa. Los lingüistas saben que las palabras tienen poder y que quien las maneja tiene más poder que el que solo se acerca a sus húmedas orillas. Los poetas las echan a volar.
Los padres de familia, ante la emoción del hijo por nacer, hablan sobre qué nombre le pondrán. Y en una relación asimétrica, los padres con poder y el recién nacido, un inválido que ni siquiera se puede valer de sí mismo, tiene que entender en la repetición constante cuando le llaman, cómo diablos es que se nombraron. Algunas veces el nombre es una maravilla: la muchacha bella es bautizada Blanca Nieves. Al niño fuerte y gritón le “ponen” Hércules. Y siendo pasivo, que casi no llora y que no molesta, entonces lo nombran Jesús; o en el colmo del calendario, José Candelario. En otras, el nombre es el camino para el fracaso. Porque, déjeme que le diga que los ricos llevan unos nombres; y los pobres condenados irremediable otros. En Nueva York, un profesor de economía hizo una investigación, estudiando lo nombres de los niños llamados a triunfar en una ciudad competitiva como ninguna otra en el planeta; donde hay nombres puestos por negros, latinoamericanos y orientales, que tanto por su repitencia como porque no suenan bien, son propios para fracasados.
En la cúspide del “poder negro”, la guerra de religiones y el orgullo racial, Casius Clay cambió su nombre de hombre blanco al de Mohamed Ali, propio de la religión que había adoptado unos meses antes.
En Honduras, ciertos nombres producen resultados negativos. Muchos jóvenes pobres que fueron a estudiar al bloque soviético regresaron casados y con hijos a los que registraron orgullosos: Gagarin, Stalin, Lenin, Molotov u Oleg. Cuando estos quisieron insertarse en el mercado laboral, el empleador les negó la oportunidad porque quien llevaba esos nombres detestables para él, no podían ser de confianza. Hasta que pasó este período ominoso, estos compatriotas, que no tuvieron culpa, se emplearon como trabajadores secundarios. Otro en cambio, Jesucristo Coronado se hizo Policía, alcanzando éxito porque además del nombre tan hermoso, tenía virtudes para la profesión policial.
Ahora hay apellidos exitosos: Zelaya, Castro, Sarmiento, Flores, Moncada, Cálix, Tomé, Reina, Melara, Cardona, Benítez. Apellidos burgueses.
Cuando los escuchan los directores de “talento humano”, los atienden; y les dan los mejor pagados. Los cargos públicos no son para los idóneos, sino que para los parientes que dicen “son más fieles”. La presidente del BCIE cuando vio el nombre de Ernesto Arias Moncada, solo verificó los de sus progenitores; e, inmediatamente, comentó los méritos del solicitante, al cual le dio un jugoso cargo que ahora es la envidia general. Así como hay nombres para triunfar, también apellidos que ahora son la clave.
Sebastián lo sabía. Hay que apellidarse Zelaya o Moncada. ¡Éxito garantizado!
las columnas de LP