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08:30 AM

No somos versos sueltos

  • 23 mayo 2023 /

Hace pocos días participé en una pequeña reunión familiar, para celebrar el cumpleaños de una de mis tres hermanas. Estábamos cuatro de los Martínez Miralda; las tres mujeres y yo. Y aunque ocasiones como esas pueden pasar desapercibidas, sin pena ni gloria, a mí no dejan de dejarme cierto eco y de ayudarme para reflexionar sobre esa realidad que desde hace años me he dedicado a estudiar, y muchas horas a hablar sobre ella ante distintos públicos, como es la familia. Sobre todo con el paso de los años, con la llegada de la madurez, con cierto kilometraje recorrido, reconozco, cada vez más, que ese lugar en el que “se cocina” nuestra personalidad y en el que se definen muchos hábitos de vida es fundamental no solo para el desarrollo físico y psicológico, sino también para construir una autoestima saludable, unas maneras para relacionarnos con los demás, y para el ejercicio de unas virtudes humanas que son las que esculpirán nuestro carácter y nos volverán ciudadanos útiles, personas con las que se puede convivir sin que se requiera mayor sacrificio ni infinita paciencia.

Habrá quienes piensen que las reuniones familiares son aburridas, que salen en ellas las mismas historias, que se repiten las mismas bromas y se traen a la memoria y a la conversación aquellas situaciones simpáticas o más o menos complicadas que se vivieron en la ya algo lejana infancia y adolescencia. Pero sucede que esas repeticiones, esos recuerdos omnipresentes en las conversaciones, son las que mantienen los vínculos, las que le dan permanencia a la unidad familiar, las que tejen ese tapiz que no nos cansamos de contemplar porque en él se refleja parte de nuestra existencia y explica muchas cosas de nuestro hoy. De hecho, de niños, nos gustaba que nos contaran siempre el mismo cuento; sin cambiar palabras ni detalles. Aquello nos daba seguridad, certeza, aplomo. Porque ser parte de una familia no solo tiene que ver con la sangre que se comparte, sino, y sobre todo, con las vivencias comunes, con las costumbres familiares, con el “aire de familia” que se denota en lo que hacemos, en cómo nos expresamos, incluso en lo que comemos. Los seres humanos no somos, ni debemos ser, versos sueltos. Todos, en algún momento, aspiramos a la independencia, a vivir solos, a que nadie nos mande ni controle. Pero, con los años, cuando formamos nuestros propios núcleos familiares, creamos nuevas rutinas, repetimos ciertos ritos, todo con el fin de sentirnos parte de algo, de dibujar un futuro compartido, nunca en solitario. Por algo será que el hogar de la infancia es, y siempre será, una especie de paraíso perdido que se sueña con recuperar.