Apenas el mes pasado, los genios de los medios informativos nos dedicamos a decirles a los lectores que Donald Trump estaba perdiendo esta elección. Y dedicamos todo el año pasado a decirles que el Partido Republicano se estaba viniendo abajo.
Y henos aquí, con los demócratas hechos añicos. Habría que pensar muy bien antes de tomar en serio nuestras predicciones para el Oscar y el Súper Tazón.
A pesar de todo lo que se dijo de las fuerzas demográficas que condenaban al Partido Republicano, éste pronto controlará no solo la presidencia sino también las dos cámaras del Congreso y dos de cada tres gubernaturas estatales. Y eso no fue solo a causa de James Comey, el director de la FBI, o de Julian Asange el de Wikileaks o de la misoginia. Los demócratas que crean eso están peligrosamente equivocados.
Hubo otros factores que conspiraron en la debacle del partido. Pero hay uno en particular que me agobia. De la contienda presidencial para abajo, los demócratas adoptaron una estrategia de inclusión que excluyó a una buena parte de los estadounidenses y consignó a muchos a la “canasta de deplorables”, aunque no fueran deplorables de ningún modo. Así, algunos se sienten lastimados y muchos están confusos. Pero los liberales no ven esto porque son liberales. Ellos ponen en vergüenza no solo a los racistas y los sexistas que lo merecen sino también a todo aquel que no esté de acuerdo con ellos. Una mujer del sur de 64 años de edad que no está de acuerdo con el matrimonio igualitario se encuentra señalada como una idiota odiosa. No importa que apenas hace cinco años Barack Obama y Hillary Clinton tampoco estaban de acuerdo con eso.

La corrección política se ha transformado en una pureza moral que quizá se siente emocionante pero que no es ni remotamente táctica. Es la dama de compañía de la petulancia y la hipocresía, que socava sus propias metas.
Me preocupa la culpabilidad mía y de mis colegas en este sentido. Yo pienso tener mucho más cuidado en la forma de hablar y de referirme a aquellas personas que sean culturalmente más conservadoras que yo. Esto no es una rendición de mis principios o mis pasiones. Es un reconocimiento maduro de que somos una especie desordenada e imperfecta.
La victoria de Trump y algunos de los cantos que la acompañaron, sí, muchos de ellos deplorables, no significan que la mayoría de los estadounidenses sea irredimiblemente intolerante (aunque muchos efectivamente lo son). Muchos de los simpatizantes de Trump lo eligieron, con reticencias, para ser un agente de disrupción, cosa que ansiaban tanto que pudieron cerrar los ojos ante sus otras características.
Los demócratas necesitan entender eso y necesitan dejar atrás la complacencia de la cual los Clinton tienen una culpa considerable.
Es difícil exagerar el dominio que ha tenido la pareja de Bill y Hillary en el Partido demócrata desde hace veinte años: en sus centros de estudio, sus operadores y sus donantes. La mayoría de los jerarcas demócratas tienen intereses creados con los Clinton y la energía que dedicaron a apoyarlos y defenderlos no se canalizó hacia ideas frescas y rostros nuevos, que fueron hechos a un lado conforme el partido se preparó para entrar en acción de nuevo con Hillary en 2016.
Al servicio de los Clinton, los demócratas cerraron los ojos ante los copiosos y brillantes signos de que el electorado ansiaba algo nuevo y diferente y, en cambio, aplicaron una estrategia de escalafón que desde hace mucho tiempo había dejado de funcionar.
Si no me creen, pregúntenles a Mitt Romney, John McCain, John Kerry, Al Gore y a Bob Dole. Ellos son los cinco candidatos que perdieron antes que ella. Y cada uno de ellos es alguien que, como ella, obtuvo la candidatura porque se la debían, no porque fuera fascinante.
Después del día de las elecciones, un operador demócrata harto de Clinton me dijo: “Obviamente no estoy contento con el resultado y odio admitir esto, pero hay una parte de mí que se siente liberada. Créame, si ella hubiera ganado, ya estaríamos hablando de la primera campaña de Chelsea. Ahora podemos hacer lo que realmente necesitamos hacer y volver a empezar”.
Y me da pena decirlo pero también Obama contribuyó a la marginación del partido. Si bien se lanzó de lleno en la campaña de Clinton, durante buena parte de su presidencia él fue políticamente egoísta, dedicándose a cultivar a su partido menos tiempo de lo que hubiera podido _ y debido _ darle. Por designio, la marca de Obama no es la marca del partido. No extraña, pues, que el destino del partido se haya separado del suyo.
Él ungió a Clinton pasando por encima de Joe Biden, pese a que Biden tiene más carisma y se identifica mejor con los votantes blancos que finalmente apoyaron a Trump. Si Biden hubiera sido el candidato, él probablemente habría ganado el Colegio electoral así como el voto popular (lo que efectivamente ganó Clinton).
¿Y si hubiera sido Bernie Sanders? Michael Bloomberg con toda seguridad se habría lanzado al ruedo, sintiendo un territorio desocupado en el centro político y, en ese caso, un multimillonario mucho más lúcido y capaz hubiera podido ser ahora el presidente electo.
Los demócratas desperdiciaron una magnífica oportunidad de recuperar la mayoría del senado, ignorando el humor nacional a la hora de seleccionar a sus candidatos. Un partido que se precia de cuidar del hombre común se fue con los nombres más grandes que pudo encontrar. Eso ocurrió en Wisconsin con Russ Feingold, en Indiana con Evan Bayh y en Ohio con Ted Strickland, quienes fueron derrotados por republicanos que no podrían ser tachados de emblemas del statu quo pues los demócratas tienen tanto kilometraje como ellos.
Rob Portman, senador republicano de Ohio, hizo campaña como ajeno y desvalido y acabó aporreando a Strickland, ex gobernador del estado, por más de veinte puntos. Al igual que Feingold y Bayh, Strickland difícilmente podría reclamar el título de revolucionario.
En cambio, los demócratas tuvieron éxito en un distrito de la Cámara, en Florida, que en un principio no parecía ser territorio promisorio. Ahí, Stephanie Murphy, primeriza a sus 37 años de edad, se enfrentó con John Mica, de 73 años y que ha estado en el Congreso desde hace casi un cuarto de siglo. El cambio fue el mantra de Murphy y, al igual que Trump, lo aprovechó para convertir su inexperiencia en una ventaja.
Un partido que conserva la Casa Blanca durante ocho años normalmente sufre pérdidas en otras partes, como si el electorado insistiera en un equilibrio de algún modo. Eso sucedió con Bill Clinton y volvió a ocurrir con George W. Bush, pero no en la medida en que ha pasado con Obama.
Durante su presidencia, los demócratas habrán perdido 11 escaños en el Senado, más de 60 en la Cámara de Representantes, por lo menos 14 gubernaturas estatales y más de 900 asientos en las legislaturas estatales. Esa es una cuota abrumadora.
El Partido Republicano tiene garantizada la oficina del gobernador en 33 estados: la cosecha más copiosa desde 1922. Si los demócratas no averiguan pronto cómo reforzarse -que en realidad es un proceso más largo que la simple selección del mejor presidente del partido- podrían terminar en condiciones aún peores. En 2018 tendrán que defender el doble de escaños en el Senado que los republicanos, situación que le daría al Partido del Elefante una buena oportunidad de lograr una mayoría a prueba de tácticas dilatorias.
Mientras tanto, la perpetuación del dominio republicano a nivel estatal hasta 2020 le dará a su partido la ventaja para cambiar la traza de los distritos del Congreso después del próximo censo. Pero los presidentes por lo general reciben una zurra electoral después de sus dos primeros años, y tenemos todas las razones para creer que Trump va a gobernar de tal modo que suscite una buena tunda. ¿Se colocarán los demócratas en la mejor posición posible para propinársela?
Eso depende de que puedan examinar tan a fondo los errores de su propio partido como los aspectos feos de Estados Unidos.
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