Llegará el día en el que volveremos a estrechar las manos de los amigos y daremos esos apretones fuertes y sinceros que denotan cariño. Y también abrazaremos a los que queremos cuando cumplan años o cuando nos apetezca mostrarles el gusto que nos da verlos, el placer que nos causa conversar de asuntos nimios y asuntos graves, del pasado o del probable futuro.
Llegará el día en el que no huiremos del desaprensivo que se le ocurre acercarse peligrosamente sin guardar la distancia física o tose o estornuda en sitio público. El día en el que dejaremos de ser tan aficionados al peor alcohol… al que se consume a través de las manos y que no alegra el espíritu ni nos ayuda a mejorar el ritmo cardiaco o la digestión.
Llegará el día en el que dejarán de tomarnos la temperatura diez o veinte veces al día o que nos pongan a la sombra antes de hacerlo para no alarmarnos innecesariamente. El día en el que no nos digan en el supermercado que el tiempo de permanencia dentro de él se ha agotado o que nos mantengamos separados ante la vitrina de las carnes o en la fila de la caja.
Llegará el día en el que no oiremos hablar ni hablaremos más de curvas, picos, brotes, rebrotes, contagios, defunciones ni porcentajes de ocupación hospitalaria.
El día en el que la gente que fallezca lo haga por las causas a las que estábamos acostumbrados: un cáncer fuera de control, un accidente cerebrovascular, un infarto, un accidente de carro o producto de la delincuencia común u organizada.
Pero, mientras ese día llegue, cuidémonos. Un amigo mío dice que somos pocos los buenos y que tenemos que durar, que hay gente buena que ha partido y canallas que han sobrevivido y que, por lo mismo, hay que vivir en grado heroico virtudes como la prudencia o la responsabilidad y practicar hábitos de higiene que debieron haberse cultivado siempre y habíamos descuidado. Además, estamos obligados a ser solidarios con aquellos que están en la línea de enfrente y que han tenido la grandeza de mantenerse en ella. Mi respeto y gratitud para ellos.