NO existe una palabra genuinamente castellana para definir esta cualidad del dirigente político, probablemente porque se da tan poco entre nuestros compatriotas que ha sido innecesario inventarla. La lengua española posee otros términos, como «caudillaje», «caciquismo» o «cesarismo», referidos a un determinado modo especialmente personalista de ejercer el poder, pero ha tenido que incorporar un vocablo de origen anglosajón en el empeño de dotar de una connotación positiva la autoridad que aquí se ha traducido casi siempre en abuso y despotismo.
«Liderazgo» es un concepto emparentado con «audacia», «visión», «convicción», «atractivo», «encanto». Decir «liderazgo» es evocar la capacidad de un individuo para concebir ideas innovadoras encaminadas a resolver los problemas, exponer claramente el modo de llevarlas a la práctica, persuadir a los demás de la conveniencia de acometer los correspondientes proyectos, alcanzar el gobierno por cauces lícitos y, finalmente, cumplir los compromisos adquiridos, recurriendo a esa cualidad, el liderazgo, para mantener vivos la ilusión y esfuerzo que precisa la consecución de los fines perseguidos. El líder no impone; convence. No se justifica; resuelve. No responde con sus acciones a las demandas pulsadas mediante encuestas; genera esos deseos y encabeza el movimiento destinado a alcanzarlos. No descansa en los errores ajenos ni fía su suerte a la providencia; tiene la valentía de apostar y la persuasión necesaria para arrastrar al conjunto de la sociedad en esa apuesta, hasta cuando el envite consiste en sangre, sudor y lágrimas. La degeneración típicamente ibérica de esta noble condición de líder ha dado en llamarse «caudillo» y abunda no sólo en el pasado, sino en el actual mapa político. Caudillo es el que, a falta de ideas, se apoya en la fuerza bruta o recurre a la ocurrencia a fin de sentar sus reales en un puesto que le viene grande. Es quien en vez de pensar, embiste. El que carece de más programa que la bandera en la que se envuelve o la sangre a la que apela en el más puro estilo nazi. El cacique paternalista que otorga o niega sus favores al albur de sus caprichos.
Y luego están los tibios, pusilánimes, incapaces de tomar decisiones. Los mediocres rodeados de otros aún más mediocres ante el temor de que alguien les haga sombra. Los que confunden autoridad con arbitrariedad y tratan de marcar su territorio a base de «dedazos» carentes de fundamento objetivo. Los que callan porque nada tienen que decir. Los apaciguadores aterrados ante la posibilidad de plantar cara. Los que deben lo que son al azar aliado a la coyuntura. Los emboscados. Los alumnos aventajados de un tiempo que premia la sumisión con el mismo celo que pone en castigar la iniciativa y reprimir la disidencia. Los mediocres. Los obedientes.
Dejo a la sagacidad del lector la tarea de pasar revista a la Historia y asociar nombres a categorías. No resulta muy difícil. Para desgracia de una nación construida en buena medida merced a la suma de grandes individualidades, la época contemporánea ha sido avara en brindarnos hombres (o mujeres) de Estado merecedores de tal nombre. Dirigentes capaces de conducirnos con pulso firme en travesías turbulentas hasta tocar puerto seguro. Y para uno que tuvimos dotado de cuajo y talento, sobrado de dignidad, patriota, inteligente y decente; para un Adolfo Suárez que nos brindó la Transición, hay quien se empeña en destruir su legado enfangando su memoria. ¡Pobre España huérfana! (ABC)