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Inteligencia moral

  • 22 noviembre 2022 /

Una vez que se crearon los test de inteligencia se pensó, equivocadamente, que había una relación directa entre el coeficiente intelectual, el famoso C.I. y la felicidad personal. Porque se supuso que una persona capaz de adentrarse con facilidad en el conocimiento podría adaptarse mejor a las coyunturas vitales, a los contextos, y, por lo mismo, resolver con mayor pericia los infaltables conflictos y las pequeñas o grandes crisis a las que la existencia nos enfrenta constantemente. Con el tiempo se cayó en cuenta que las cosas no eran tan sencillas: que un coeficiente muy alto más bien podía contraer problemas de adaptación al medio, aislamiento, dificultades para establecer relaciones interpersonales y algunas “rarezas” en el comportamiento cotidiano, con todo lo que lo dicho significa. Tener, pues, un C.I. elevado es una ventaja, pero no la solución a todos los problemas ni garantía de felicidad personal. Hará unos treinta años, gracias a un par de autores, Daniel Goleman el más conocido, se comenzó a hablar, y se continúa haciéndolo, de inteligencia emocional. Se descubrió que, más que una “capacidad instalada” en el plano intelectual, hay una serie de destrezas psicológicas y afectivas que son tan importantes como el C.I. para la búsqueda de la plenitud existencial, de la serenidad, de la madurez, de la convivencia armónicas con los demás. Se dijo, y se continúa diciendo, que, más que estar ubicado en un percentil elevado en una medición intelectual, es necesario e importante, saber cómo aproximarse a los demás, saber escuchar, sintonizar con los sentimientos del otro y saber respetarlos, ser empático, saber negociar, etc. Prolongación de estas ideas ha sido lo que se ha dado por llamar “habilidades blandas” en el campo laboral y que tiene que ver con la capacidad de saber relacionarse y trabajar en armonía con los demás. Sin embargo, aunque evidentemente, todo lo anterior es válido, se ha llegado a la conclusión que, más que un número que señala cuan alto es nuestro coeficiente intelectual o cuan capaces seamos de alternar armónicamente con la gente que nos rodea, es fundamental desarrollar la capacidad de saber distinguir la bondad de la maldad, la conducta ética de la antitética, los valores de los antivalores, las virtudes de los vicios. Y a eso se le ha llamado: inteligencia moral. Porque fácil sería elaborar un elenco de genios perversos; gente extremadamente lista desde una óptica puramente intelectual, pero cuya capacidad está al servicio de la maldad. Igual sucede con personas que, a primera vista parecen encantadoras, pero cuyo encanto no es más un recurso para la manipulación o para sacar provecho de los demás con fines egoístas.

Al final, lo que realmente cuenta para aspirar a la felicidad es actuar con apego a la ética, a la norma moral objetiva y universal. Lo demás ayuda, pero, definitivamente, no basta.