En primer lugar, la llamada del Señor a San Francisco -aquella locución que tuvo rezando ante el crucifijo de San Damián-, fue para que reparara la Iglesia, que amenazaba ruina. Él, sencillo como era, lo entendió literalmente y se puso a reconstruir la vieja ermita. Solo más tarde entendió que era la Iglesia de las personas y no la de las piedras la que necesitaba su ayuda. Desde el principio, por lo tanto, la evangelización y el amor a la Iglesia fueron el objetivo al que se dedicó. La pobreza y el servicio a los pobres eran el medio para llegar a ese fin, el testimonio imprescindible para ganar credibilidad y poder anunciar el Evangelio. Por eso dijo a los suyos: “Predicad el Evangelio en todo momento y, cuando sea necesario, utilizad las palabras”. Si evangelizar para que el Señor Jesús fuera conocido y amado era su pasión y si la práctica radical de la pobreza era su manera de llevarlo a cabo, su otra gran pasión era el amor a la naturaleza. Buscaba siempre lugares bellos donde vivir, y eso en Italia es sencillo de encontrar.
Los bosques de su Umbría natal -como Le Carceri-, los riscos escarpados de La Verna, o la belleza suave de las colinas cercanas a Roma, en el valle de Rieti, le vieron rezar y también llorar, por el dolor que le causaba su enfermedad en los ojos y por los disgustos que le daban sus seguidores. En Fonte Colombo escribió la Regla definitiva y, quizá, algunas estrofas del Cántico de las Criaturas, que terminaría en Asís, ya casi ciego y cercano a su muerte.