Dos procesiones entraban a Jerusalén un día de primavera en el año 30. Era el comienzo de la semana de Pascua, la semana más sagrada del año judío. Como nos lo explican Borg y Crossan, una era una procesión de campesinos, la otra una procesión imperial.
Desde el este, Jesús bajaba del Monte de los Olivos, aclamado por sus partidarios. Jesús era de la aldea de campesinos de Nazaret, su mensaje era acerca del Reino de Dios, y sus partidarios eran también campesinos.
En el lado opuesto de la ciudad, desde el oeste, Poncio Pilatos, el gobernador romano de Idumea, Judea y Samaria, entraba a Jerusalén al frente de una columna de caballería y soldados. Esta procesión era una demostración tanto del poder imperial romano como de la teología imperial romana. Además, era una práctica habitual de los gobernadores romanos —es decir, estar en la ciudad en ese tiempo festivo—. No porque compartieran la devoción religiosa de sus sometidos, sino para poder controlar cualquier problema que se pudiera presentar.
Imaginemos la llegada de esta procesión imperial a la ciudad. Como lo relatan los autores antes aludidos, era un despliegue visual de poder magnífico: soldados de caballería sobre sus caballos, soldados a pie, armaduras de cuero, yelmos, armas, estandartes, águilas reales montadas sobre pértigas, el sol brillando sobre el metal y el oro. Un reflejo vivo del poder y la teología romana. Teología que proclamaba que el emperador no era simplemente el gobernante de Roma, sino el “hijo de Dios”, “señor” y “salvador”, quien había traído “paz a la tierra”.
Pero imaginemos también la llegada de la otra procesión a la ciudad.
Un despliegue visual de pasión rural: discípulos vistiendo túnicas y sandalias, sin ningún tipo de armas, ni siquiera palos, su Rey montado en un burro, rodeado por una multitud de seguidores y simpatizantes entusiastas que extienden sus mantos, esparcen ramas frondosas en el camino, y gritan, “¡hosanna! ¡Bendito es el que viene en el nombre de Dios!”, el sol brillando sobre el sudor de sus frentes. Como se puede ver, la procesión de Jesús se opone deliberadamente a lo que sucedía en el otro lado de la ciudad. La procesión de Pilatos representa el poder, la gloria y la violencia del imperio que domina. La procesión de Jesús representa una visión alternativa, el Reino de Dios. Este enfrentamiento entre estos dos reinos continuó a lo largo de toda la última semana de vida de Jesús.
Tal como sabemos, la semana termina con la muerte de Jesús a manos de los poderosos que avasallaban su mundo. La semana santa es la historia de este enfrentamiento. Es la historia de Jesús contra ese sistema, contra la injusticia y violencia reinantes, hablando sobre lo que significaba, verdaderamente, la lealtad a Dios. Dos procesiones entraron a Jerusalén ese día. Y tal como se lo cuestionaron Borg y Crossan, no lo cuestionamos nosotros acá: “La misma pregunta, la misma alternativa, enfrenta a los que son leales —o quieren ser leales— a Jesús hoy. ¿En qué procesión estamos? ¿En qué procesión queremos estar?”. Esta fue la pregunta de aquel domingo y es la pregunta de la semana santa que se nos despliega a nosotros en todo su esplendor.