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El Estado-botín

  • 08 febrero 2022 /

De tanto repetirlo y manosear su esencia, el viejo concepto del Estado-botín ha ido perdiendo contenido y, poco a poco, se ha instalado en el discurso político cotidiano como si fuera una expresión más, una frase afortunada que sirve para muchos y ayuda a reforzar los argumentos más trillados del debate político público.

Pero lo cierto es que las cosas no son así. El Estado-botín es, por desgracia, una triste realidad y su existencia condiciona y determina buena parte de la acción política partidaria y la gestión gubernamental. Si alguna duda cabe, basta informarse un poco sobre lo que está sucediendo actualmente en nuestro país y comprobar la forma tan evidente y grotesca en que diferentes grupos y facciones, personajes del folclore criollo (“estampas locales” como se dice) medran en los corrillos políticos, participan en los debates abiertos y forman esporádicos núcleos de presión para participar en el reparto y obtener un trozo siquiera, por mínimo que sea, del Estado-botín. Después del contundente triunfo electoral de la nueva presidenta constitucional Xiomara Castro, han proliferado individuos y grupos que reclaman como propia la victoria y no vacilan en pasar la cuenta. Los termómetros para medir los niveles de lealtad y, por lo tanto, del privilegio del reclamo, son varios y van desde la cercanía con la pareja presidencial, la antigüedad de la militancia o las cantidades de gas soportadas en las violentas manifestaciones callejeras en contra del régimen anterior. Todo sirve, desde la recomendación del amigo influyente hasta la antigua fotografía de tiempos mejores cuando el acceso a la pareja era más sencillo y expedito.

No deja de sorprender la forma en que los reclamantes, con absoluto desparpajo, acuden a las más variadas argucias para justificar sus demandas. Para ellos el Estado es algo así como un premio de lotería cuyo disfrute, al durar generalmente solo cuatro años, resulta efímero y esquivo. Es preciso entonces darse prisa, apurarse para no llegar tarde al reparto y correr el riesgo de quedarse sin su anhelada porción. Es la visión patrimonial del Estado, la misma que convierte al aparato gubernamental en un mecanismo de empleo y colocación en las planillas oficiales. Al hacerlo, convierten también a sus propios partidos políticos en instrumentos para la obtención de un sitio bajo la sombrilla del presupuesto oficial, relegando a un segundo o tercer plano el rol de la representatividad que todo partido político moderno debe tener.

Debo decir, por respeto a la verdad, que este no es un fenómeno exclusivo de estas honduras. La crisis de representatividad y el rol distorsionado como correa de transmisión entre la sociedad y el Estado, la padecen o han padecido la mayoría de los partidos políticos en nuestro continente. Ello explica, en parte, el surgimiento masivo de “organizaciones alternativas” como las ONG, que aprovechan los espacios y el vacío de representatividad partidaria para desplazar actores y ocupar un lugar bien merecido en el entramado social.

Comprendo el justificado sentir del activista político que considera un derecho su reclamo laboral. No solamente por su condición de desempleado sino, sobre todo, por su condición de militante. Entiende la política como una transacción material en donde das y recibes, te expones y mereces, entregas lealtad a cambio de estabilidad material. De esa forma, el Estado, visto desde la perspectiva del activista, es algo así como el pastel que espera y debe ser repartido cada cuatrienio. Al reclamar su parte, el militante partidario no hace otra cosa más que defender su derecho a participar en el festín poselectoral.

Esa es la lamentable verdad de los hechos. Mientras prevalezca la visión patrimonial del Estado será difícil, muy difícil, construir cultura democrática verdadera, modernizar y democratizar el sistema político del país. El Estado, botín de todos, pero reparto privilegiado de pocos, se convierte así en permanente motivo de discordia y ambición.