Según un autor, si los ministros de Cristo pudieran ahora curar las enfermedades corporales, grandiosas multitudes se arremolinarían en torno a ellos. Y luego añade: “Triste es pensar cuánto se preocupan muchos por sus cuerpos más que por sus almas”.
Siendo honestos, esta crítica es muy actual. Vivimos en una época donde el cuerpo, por un lado, está destinado a ser objeto de culto y, por el otro, está propenso a ser vapuleado por virus y bacterias cada vez más poderosos y por condiciones cada vez más fuertes. Pero, sobre todo, vivimos en una época donde el alma pasa cada vez más desapercibida y donde lo relacionado a ella cuenta cada vez menos.
Al inicio del capítulo 13 de Lucas vemos a Jesús cavilando sobre algunos sucesos adversos que le llevaron a hacer una conclusión puntual. Él dijo: “¿Piensan ustedes que esos galileos, por haber sufrido así, eran más pecadores que todos los demás? ¡Les digo que no!... ¿O piensan que aquellos dieciocho que fueron aplastados por la torre de Siloé eran más culpables que todos los demás habitantes de Jerusalén? ¡Les digo que no! De la misma manera, todos ustedes perecerán, a menos que se arrepientan” (vv. 1-9, NVI).
Si se notó, la cuestión vital quedó nuevamente al descubierto: el alma. La teología de ese tiempo atribuía los sucesos negativos al pecado individual. Lo ocurrido, entonces, había sido castigo divino por la culpa de las personas involucradas. Sin embargo, Jesús transfiere el significado de los acontecimientos a la esfera espiritual. Él no teoriza sobre la retribución, sino que habla de la exigencia del presente. ¿Y cuál es esa exigencia?
Preocuparse también por el alma, no solo por el cuerpo. ¿Qué les parece si este nuevo año lo comenzamos tomando esa decisión trascendental? Como dijera Jesús: “¿Y qué beneficio obtienes si ganas el mundo entero, pero pierdes tu propia alma? ¿Hay algo que valga más que tu alma?” (Marcos 8:36-37, NTV).