02/10/2023
12:28 AM

De mitómanos y ladrones, a psicópatas de manual

Lisandro Prieto Femenía

Hoy quisiera invitarlos a reflexionar acerca de un problema, que no es social, político, cultural ni económico, sino estrictamente moral. Toda la vida me opuse fervientemente a sostener la típica frase cliché que sostiene que cada pueblo tiene el gobierno que se merece, justamente porque pensaba que no es justo atribuir a los votantes las responsabilidades personales del impresentable que termina ganando una elección y olvida completamente la decencia al momento de asumir su cargo. Pero, el paso de los años y la experiencia acumulada me obligaban a poner en revisión mi postura al respecto, puesto que podía percibir cómo desde un pueblo, se puede clamar por la destrucción: nada nuevo en la historia de los seres humanos.

Comprendo, y hasta cierto punto, comparto la bronca, desazón, tristeza y desilusión que tenemos todos los argentinos: gobierno tras gobierno democrático, con asquerosos cortes dictatoriales de por medio, notamos cómo el tejido moral que mantenía ligeramente unida a la comunidad se ha ido desintegrando a pasos agigantados, década tras década. Un gran germen de semejante destrucción lo instaló, seguramente, la última dictadura militar, que dejó impreso con fuego y pólvora en las mentes de todos mis compatriotas un lema detestable que trajo consecuencias patéticas que hoy sufrimos como nunca: “no te metas”. El temor, inculcado por un aparato estatal represor indómito, generó en las personas de la generación de mis padres dos tipos de ciudadanos: los que creían en un ideal y lo defendían hasta con su vida (la cual era bastante fácil de perder), y los que aún hoy sostienen, patéticamente, con orgullo que durante aquellos años oscuros se podía vivir en paz, siempre y cuando uno no estuviera metido en “cosas raras”.

En términos no primates, esas “cosas raras” se basaban básicamente en participar políticamente en cualquier aspecto de la vida: formar parte de un centro de estudiantes, escribir artículos de reflexión sobre cualquier tema que no naturalice el silencio impuesto por el fusil, querer cambiar la realidad del barrio, creer en una idea de bien común, o incluso ser amigo de alguien que pretendiera participar de alguna forma en una forma de construcción ciudadana que no implique el balazo ante el desacuerdo. Y si, la amistad en esos tiempos, era un riesgo.

Las consecuencias están a la vista: nadie, o casi nadie, quiere hacer nada por nadie, o casi nadie. El individualismo salvaje es la clave del progreso en una sociedad en la que abundan injusticias y necesidades mientras posee un alto índice de déficit moral al momento de arremangarnos y tender una mano. Incluso hoy, cuarenta años después de finalizada la dictadura militar, se sigue sosteniendo el “no te metas”, “no opines”, “te van a marcar”, “no te van a dar empleo”, “te van a castigar”, envuelto en una preciosa caja hecha con el cartón y el papel de una Constitución Nacional perfectamente escrita pero abusivamente ignorada por todos.

Resumiendo, queridos lectores, y espero que no se enojen por este precario y humilde análisis: los argentinos hemos pasado por muchísimas crisis, ésta no será la primera de gran importancia, ni mucho menos la última, pero hay algo particular que aquí se hace presente, que es el odio desmedido, las ansias sangrientas de venganza, la desazón profunda que pretende justificar lo injustificable y defender lo indefendible. De ladrones, mentirosos crónicos y estafadores seriales, estamos acostumbrados (y eso habla mucho de nosotros, los que nunca nos sentamos en la silla de un funcionario), pero la pregunta crucial que tenemos que hacernos ahora es ¿también nos vamos a acostumbrar al odio inusitado?, ¿también vamos a naturalizar la violencia institucional?, ¿otra vez vamos a instalar el “no te metas”?, ¿seguiremos detestando a nuestros adversarios al punto de quererlos ver eliminados bajo el triste y patético lema “algo habrán hecho”?, ¿eso es libertad?

No. La libertad sólo es posible en el marco del orden institucional, el cumplimiento irrestricto de las leyes, la garantía absoluta de los derechos constitucionales y el total respeto hacia el otro, que por suerte es distinto a mí, ya que la democracia se construye en el disenso de la participación y de la discusión racional que impide el agravio y propicia el diálogo. Sin esto, tan básico, realmente ya nada tendrá sentido.