Una revista semanal publicó una nota sobre mí, mencionando el hecho de que suelo hacer la llamada caminata nórdica. Bastó que en el artículo se comentase que caminando había perdido cuatro kilos para que mis buzones de correo se inundasen de mensajes pidiéndome más información sobre el proceso.
Supongo que todos se creen con kilos de más: ¡olvídense de eso! Hacer ejercicio es importante, pero hay que divertirse mientras se educa el cuerpo. En mi libro Ser como un río que fluye, cuento cómo descubrí el agradable proceso de caminar.
En el otoño de 2003, estaba yo paseando en plena noche por el centro de Estocolmo, cuando vi a una señora que caminaba apoyándose en unos bastones de esquí.
En primer lugar deduje que la señora debía haber sufrido algún tipo de lesión, pero luego me di cuenta de que ella caminaba con bastante rapidez, y siguiendo con sus movimientos un ritmo bien marcado, como si estuviese atravesando la nieve – solo que todo lo que había a nuestro alrededor era el asfalto de las calles.
La conclusión inevitable fue: “esta señora está loca: ¿cómo puede fingir que está esquiando en medio de una ciudad?”
Al regresar al hotel, le comenté la anécdota a mi editor. Él me dijo que el loco era yo: lo que había visto era un tipo de ejercicio conocido como caminata nórdica (nordic walking).
Según él, así, además de las piernas, se emplean también los brazos, los hombros y los músculos de la espalda, de manera que se trata de un ejercicio mucho más completo.
Mi intención al caminar (que es una de mis aficiones preferidas, junto con el tiro con arco), es poder reflexionar, pensar, observar las maravillas que me rodean, conversar con mi mujer mientras paseamos… Cierto día, estaba yo en una tienda de artículos deportivos cuando vi estos bastones que usan los montañeros –leves, de aluminio, que pueden prolongarse o encogerse siguiendo el mismo sistema telescópico de los trípodes para cámaras fotográficas.
¿Por qué no probar? Compré dos pares, uno para mí y otro para mi mujer. Regulamos los bastones a una altura que nos resultara cómoda, y al día siguiente decidimos estrenarlos.
¡Fue un descubrimiento fantástico! Subimos y bajamos una montaña, sintiendo de hecho que todo el cuerpo entraba en acción, y además el equilibrio mejoraba y el cansancio era menor. Caminamos el doble de la distancia que recorremos normalmente en una hora.
Me acordé de que, en cierta ocasión, había intentado explorar un riachuelo seco, pero las dificultades con las piedras del lecho fueron tantas, que acabé desistiendo. Me pareció que esto resultaría bastante más fácil con los bastones, y estaba en lo cierto.
Mi mujer buscó en Internet y descubrió que de esta manera se quemaba un 46% más de calorías que en una caminata normal. Se quedó extraordinariamente entusiasmada, y a partir de entonces la “caminata nórdica” pasó a formar parte de nuestra vida cotidiana.
Cierta tarde, para distraerme, decidí entrar también en Internet y ver lo que se decía sobre el asunto. Me quedé pasmado: había páginas y más páginas, federaciones, grupos, discusiones, modelos, y… reglas.
Imprimí todas las páginas. Al día siguiente –y los que lo siguieron– intenté hacer exactamente lo que indicaban los especialistas.
Entonces la caminata comenzó a perder interés, yo ya no me paraba a observar las maravillas que me rodeaban, apenas conversaba con mi mujer, no conseguía pensar en nada que no fueran las reglas. Al cabo de una semana, me hice la siguiente pregunta: ¿por qué estoy aprendiendo todo esto?
Decidí olvidar todo lo que había aprendido. Hoy en día caminamos con nuestro par de bastones, disfrutando del mundo que tenemos alrededor, sintiendo la alegría de exigirle al cuerpo movimiento y equilibrio. Si lo que yo quisiera fuera hacer ejercicio en lugar de meditación en movimiento, me apuntaría a un gimnasio. Actualmente, estoy satisfecho con mi caminata nórdica relajada e instintiva, aunque tal vez no esté perdiendo ese 46% extra de calorías.
No sé por qué el ser humano tiene esta manía de inventarse reglas para todo.
Persia: el hombre como aliado del bien
La primera historia de que se tiene noticia sobre la división entre el bien y el mal, nace en la antigua Persia: el dios del tiempo, después de haber creado el universo, se da cuenta de la armonía que le rodea, pero siente que la falta algo muy importante: una compañía con quien disfrutar de aquella belleza.
Durante mil años, él reza para conseguir tener un hijo. La historia no dice a quién se lo pide, ya que es todopoderoso, señor único y supremo. Aún así, él reza y termina generando un hijo en su interior.
Al percibir que consiguió lo que quería, el dios del tiempo se arrepiente, consciente de que el equilibrio de las cosas era muy frágil. Pero es demasiado tarde, su hijo ya está en camino. Todo lo que él consigue con su llanto es hacer que el hijo que traía en el vientre se divida en dos.
Cuenta la leyenda que de la oración del dios del tiempo nace el bien (Ormuz) y de su arrepentimiento nace el mal (Arimán) hermanos gemelos.
Preocupado, él arregla todo para que Ormuz salga primero de su vientre, controlando a su hermano y evitando que Arimán cause problemas al universo. No obstante, como el mal es astuto y capaz, consigue empujar a Ormuz en el momento del parto, y nace primero.
Desolado, el dios del tiempo resuelve crear compañeros para Ormuz: hace nacer la raza humana que luchará con él para dominar a Arimán y evitar que el mal se haga dueño de la situación.
En la leyenda persa, pues, la raza humana nace como aliada del bien y, según la tradición, vencerá al final. Otra historia sobre la división, no obstante, surge muchos siglos después, esta vez con una versión opuesta: el hombre como instrumento del mal.