18/04/2024
06:41 PM

Atardeció y amaneció el octavo día

Javier Santos Mancías

“¡Alabado sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo¡ Por su gran misericordia nos ha hecho nacer de nuevo mediante la resurrección de Jesucristo, para que tengamos una esperanza viva” (1 Pedro 1:3).

Los cristianos, siguiendo la tradición más antigua, hemos celebrado la pasión, muerte y resurrección de Jesús de Nazareth. Dicha celebración comporta un nuevo nacimiento para una esperanza viva, como enseñaba el apóstol Pedro a las primeras comunidades cristianas.

Creo que este tiempo de oración intensa de la Iglesia trae la salud a muchos hombres, sobre todo de aquellos que no tienen en su horizonte existencial la fe puesta en Dios ni las normas de una conducta sustentada en el amor. Hace ya 30 años tuve la dicha, no sin haber hecho la experiencia de las tinieblas de una vida sin Dios, de experimentar un nuevo nacimiento, como fruto de la misericordia del Señor para conmigo, en la plenitud de mi juventud. Un nuevo y auténtico nacimiento, un verdadero salto a la fe, a las cosas de arriba, el paso de la desesperanza a la esperanza viva. Había atardecido y amanecido el octavo día en mi breve recorrido por la vida. Me abría así a la existencia y a la realidad social con la candidez de un niño.

Precisamente en el año 1990 señalaba la Comisión Teológica Internacional: “Después de la crueldad inmensa que los hombres del siglo XX mostraron en la Segunda Guerra Mundial se esperaba bastante generalmente que los hombres enseñados por la acerba experiencia instauraran un orden mejor de libertad y justicia. Sin embargo, en un breve espacio de tiempo, siguió una amarga decepción: “Pues hoy crecen por todas partes el hambre, la opresión, la injusticia y la guerra, las torturas y el terrorismo y otras formas de violencia de cualquier clase”.

En esa misma realidad, volvía a situarme desde el valor de la fe en Dios y la apertura de mi corazón, lleno de los más nobles sentimientos hacia los hombres. Ninguna doctrina filosófica, ideológica ni política había logrado hacer que se extendieran desde mi interior las alas de la libertad plena para amar. Tampoco, yo había logrado alcanzar dicha plenitud de vida desbordante de felicidad con mis propias fuerzas e inteligencia. Era el fruto de las oraciones de una madre según la sangre y de la Madre-Iglesia, que ora por todos sus hijos.

En el actual contexto de pandemia, muchas voces predicen una mejor actitud de la humanidad frente a la responsabilidad de estrecharnos como hermanos para hacer frente a las antiguas y perniciosas fuerzas del mal que corrompen desde el corazón las más nobles iniciativas por el bien y la paz del mundo. Veo con dolor no solo el sufrimiento causado por el COVID-19, sino que, a pesar de estar en semejante calamidad, todavía haya personas que sigan atentando contra la vida y aprovechándose del dolor ajeno para servirse a sí mismos y, peor aún, negar la soberanía de Dios sobre la vida de todos los seres humanos. También veo con gran admiración y respeto a quienes desde la primera fila luchan contra la enfermedad y la maldad, que exponen sus vidas para librar del sufrimiento a tantos hermanos. Mi saludo y abrazo fraternos, con la fe y la esperanza viva de que en muchas más personas atardecerá y amanecerá el octavo día y llegarán a ser hombres y mujeres de bien. La misericordia de Dios se derrame sobre toda la humanidad.