17/06/2024
10:11 AM

18 de mayo

Juan Ramón Martínez

Los trabajadores de la nueva compañía frutera, que sustituía a la Truxillo, llegaron a Olanchito en 1936. Entre ellos, uno, duro peón, alto, mentón cuadrado y mirada huidiza. La primera vez que fue a una fiesta en Olanchito, vestía saco y portaba un revolver 38. Fausto Bardales le presentó a su hermana a la que sacó a bailar. Era torpe, pero sobrevivió en las artes danzantes. Insistió dos veces más y la joven le dijo que no porque apenas la conocía. Durante los meses siguientes la cortejó, fue a bailes, paseos y en varias oportunidades le escribió. No sabía escribir y los empleados de la frutera en Coyoles le escribieron con letra de contador, cartas de amor, llenas de lugares comunes. Ella, al final, aceptó sus requiebros y se hicieron novios. Macho incorregible, le propuso que se fugaran. Ella dijo que no; y aclaró que solo se iría de su casa, vestida de blanco y casada. Al final, frente a la firmeza de la joven, entonces de 23 años, “quedada”, según los decires de la época, se salió con la suya. Fijaron la fecha de la boda, un sábado de octubre de 1939; pero él, insistió que no se casaría por la iglesia. Es probable que por ignorancia religiosa o porque quería mostrar que, pese a todo, él decía la última palabra. Ella cedió y él se confundió. Creyó que, al hacerlo, mostraba debilidad. Ella sabía que era firmeza, salirse con la suya y después, el tiempo y los hijos, harían la diferencia. Uno de estos que se hizo historiador, descubrió que realmente su oposición fue porque nunca le habían bautizado.

Una foto dejó congelada la historia. Tomada después de la ceremonia civil. Él de traje entero, ella ingenua y orgullosa de blanco, con el vestido que no usó porque no hubo ceremonia religiosa; y en el fondo el barracón proletario, las gradas frágiles y amenazantes y el clima de pobreza estacionada. En mayo de 1941, la joven estaba embarazada, lista para el parto. Las mujeres campeñas, con conocimientos acumulados, dijeron: “Será una niña”. Por la forma de la barriga, dijo la experta en partos. El macho que habitaba en el joven marido, maldijo la desgracia que el primer hijo suyo fuera una mujer. Cuando ella salió y tomó el tren en Coyoles Central, le preguntó qué nombre le pondría, le respondió duro e indiferente, el que vos querrás. Y le dio la espalda. Ella no dijo nada y fuerte se acomodó para controlar las náuseas que le provocaba el embarazo y el movimiento del ferrocarril que la llevaría a La Ceiba, en donde se internaría en el Hospital D’Antoni. Tardó una semana, en casa de lejanos familiares en La Ceiba. Cuando llegó el momento la internaron y ella, sola, pero firme, con un carácter que marcaría su vida, empezó a imaginar lo que sería su hija cuando creciera.

Por ello el 18 de mayo, un domingo, las ocho de la mañana, cuando parió, le preguntó al médico que había tenido; este le dijo que un varón. Sintió que le había ganado al marido y que este tenía que darle cuentas. Le avisó por telégrafo y él emocionado dejó el trabajo tomó el tren. Un día después entraba orgulloso al hospital a conocer al niño que llevaba su nombre y el del patrón de los neonatos.

Vivieron juntos más de cincuenta años. Los dos descansan juntos en una tumba contigua, como en la vida, abrazados a la muerte. Lo recuerdo porque el niño era yo. Ahora, hombre viejo, me celebro a mí mismo. Y honro a Juan y Mencha Martínez.

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