Un crucero, una confusión y una nueva relación

Kelsey Abkin comparte sus crónicas de viajes incómodos que le ayudaron a entender a su padre con el paso de los años.

  • 09 de julio de 2025 a las 00:00 -
The New York Times

Por: Kelsey Abkin/The New York Times

El restaurante del crucero tenía alfombra pared a pared, velas con llamas artificiales y el aire acondicionado al tope. Miré mis pantalones de 5 dólares con estampado de elefante y luego, al otro lado de la mesa, a mi compañero de viaje de 72 años, con su cabello blanco y su sonrisa torcida.

Yo tenía 19 años y estaba en un crucero de parejas con mi padre.

Afuera, los arrozales se extendían a la distancia. Adentro, gente muchas décadas mayor que yo miraba de reojo nuestra mesa para dos.

“¡Ay, no!”, pensé. “Creen que es mi marido”.

“¡Papá, papá, papá, papá!”, dije. Aún no sabía que usaría ese llamado muchas veces más, en muchos continentes más.

Yo no era la primera opción de mi padre para esta escapada flotante. Su novia lo era, pero ella lo dejó. Así que yo, la hija a la que apenas conocía, llené el vacío.

Unos años antes, mis padres me sentaron y me dijeron que se iban a divorciar. Sentí alivio —meses de susurros a puerta cerrada y, en una ocasión, el incómodo ruido de la pasión seguido de horas de llanto me convencieron de que alguien se estaba muriendo.

Mi madre suspiró al recordar mi falta de emoción en aquel momento, diciendo, “Lo reprimes todo”.

Pero yo entendía algo que ella aparentemente no entendía —que mucho no cambiaría. Mi padre era un adicto al trabajo con un gran corazón y una necesidad aún mayor de mantenerse ocupado. Mi madre, mi hermana y yo nos mudamos una vez a Francia por un año mientras él enviaba cheques desde casa.

Verán, yo era de la Familia 2.0. Su primera familia empezó cuando, a los 18 años (con un bebé en camino), dejó de beber cerveza, dejó de estrellar coches contra árboles e hizo solicitud para entrar a la escuela nocturna, y luego a la facultad de Derecho. Él y su primera esposa tuvieron una gran boda italiana, una hipoteca cuantiosa, tres hijos y un gran divorcio.

Veinte años después, conoció a mi madre y lo hizo de nuevo, acabando en un departamento post divorcio que yo visitaba los fines de semana por amor, culpa y una orden judicial.

Mi padre, recién divorciado, se dedicó entonces al trabajo, a la religión (el budismo y el judaísmo que había olvidado a medias), pero sobre todo a las mujeres. Salió con muchas, ninguna mayor de 40 años, siempre bonitas, siempre desapareciendo ante la primera pregunta difícil.

En su interminable persecución, mi padre convertía a estas mujeres en su mundo en un instante. Yo creía que prácticamente desaparecería en el torbellino. En lugar de ello, ocurrió algo inesperado: fui añadida a la rotación. Pero no como novia, claro.

Un día caluroso, mientras caminaba hacia mi clase en la Universidad de California, en Berkeley, sonó mi teléfono. Mi padre estaba irritado, un estado de ánimo que usaba para ocultar su tristeza.

“Tenía un viaje planeado con mi novia y ya no irá. ¿Quieres ir?”, me dijo.

Dije que sí. Ni siquiera recuerdo haber preguntado a dónde íbamos. Quizás no quería saberlo. Quizás ya sabía que este era el tipo de cosas a las que uno dice que sí para evitar cualquier arrepentimiento en el lecho de muerte.

Resultó ser un crucero de parejas por el río Mekong.

Debería haber preguntado.

Dos semanas después estábamos en Camboya embarcando. Los primeros días transcurrieron sin incidentes. Las primeras noches se asemejaban demasiado a primeras citas —corteses, esperando a ver si había química. Y como en la mayoría de las primeras citas, nos tomó un par de copas romper el hielo. Una noche cálida, bajamos del barco para visitar el Club de Corresponsales Extranjeros de Camboya, un lugar en mi lista de deseos. Pedimos cocteles y hablamos de política.

De regreso, camino al muelle en un tuk-tuk sin techo, empezó a llover a cántaros. Para cuando llegamos, la puerta del muelle estaba cerrada y no podíamos entrar. Yo esperaba que mi padre entrara en pánico, maldijera al universo y mirara su teléfono. En lugar de ello, echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Imaginé que era la risa que tenía antes de su primer matrimonio. Me uní a él.

A la mañana siguiente, mientras secábamos nuestros pantalones de mezclilla al sol, nuestras interacciones se volvieron más ligeras. Yo era joven y aún intentaba descifrar si la vida era seria o no. Decidí en ese momento que no tenía por qué serlo. Nos la estábamos pasando bien. ¿Acaso no era suficiente?

Regresé a casa de ese viaje con fotos turísticas y correos electrónicos de pasajeros deseosos de presentarme a sus hijos. Una semana después, mi padre volvió con su novia, marcando nuestra escapada a Camboya como una edición limitada.

Durante los años siguientes, se volvió un patrón. Viajar era su lenguaje de amor y su terapia. Después de Camboya, empecé a dar seguimiento a sus relaciones. Mi trabajo exigía dos meses de aviso para vacaciones.

Mientras tanto, yo también estaba desarrollando mis propios malos hábitos en las relaciones. Una vez le reenvié a un novio intermitente el itinerario de mi padre y el mío por la Patagonia a manera de invitación a unirse a nosotros —como si yo también pudiera forjar un compromiso mediante futuros planes de viaje. Él, por supuesto, pronto desapareció de mi vida, y pasé 10 días esperando que el frío amortiguara mi dolor.

Durante los años siguientes, mi padre y yo viajamos juntos por el mundo. Cada vez, yo decía “no” mentalmente y “sí” en voz alta a sus invitaciones.

Unos meses después de nuestro crucero por Camboya, sentados en un bar tenuemente iluminado en Nashville, Tennessee, mi padre me dijo: “¿Le envío un mensaje de texto?”.

“¿Tengo que quitarte el teléfono?”, pregunté. “Si te quieren, te lo demostrarán”.

Era un consejo que yo también debía seguir.

Para cuando nos encontramos al pie del Monte Etna, habíamos desarrollado una especie de relación. Era divertida, intencionalmente informal. Y, sin embargo, a pesar de esa informalidad, se había convertido en algo innegablemente estable y cariñoso a su manera. Una estabilidad que yo necesitaba en mi vida. Y que, con el tiempo, me ayudó a encontrar un amor que no era nada casual en mi novio (ahora esposo) Zach.

Muchas veces intenté sentir rencor por ser siempre la segunda opción de mi padre, la sustituta cuando la primera no resultaba.

“Sabes, después del divorcio, me quedaba en su casa quizás una vez al mes, y él estaría visitando a su novia. ¡La única vez que tenía para verme!”, le dije a Zach.

“Mmm. Simplemente no lo entiendo”, dijo Zach. “La relación de ustedes parece genial”.

Tenía razón; mi enojo era fingido. Era demasiado tarde. Mi padre expandió mi tolerancia para absorber lo bueno, lo malo y lo feo, y estar bien con ello. No a propósito, sino por el hecho de que él era las tres cosas, y no pude evitar aceptarlo por completo.

Con el tiempo, dejé de juzgar su búsqueda por sentirse bien y empecé a notar su esfuerzo por hacer las cosas bien —cumpleaños anotados con un año de anticipación, temporadas de voluntariado, protestas. Al desatar esos nudos en él, vi los míos: cómo confundo el caos con la cercanía. Así que probé algo diferente. Elegí a alguien estable. Dejé entrar a Zach.

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Sin ceremonias, el tiempo avanzó. Hace poco, Zach y yo manejamos a casa de mi padre para estar allí para dormir a nuestro perro, Oscar. Mis padres, mi hermana y yo pasamos la mañana sumergidos en la nostalgia, viendo vídeos caseros, con la esperanza de un vistazo a Oscar cuando era cachorro.

Encontramos eso y mucho más: recitales navideños, partidos de futbol, rabietas.

“Ah, yo no estuve allí para nada de esto”, dijo mi padre con nostalgia.

Miré a mi alrededor en su sencilla cocina. La única decoración eran fotos pixeladas en marcos baratos. Nosotros en la Patagonia. Nosotros en Sicilia. Nosotros en Camboya, compartiendo una sombrilla, con el cabello empapado.

Zach me apretó la mano. Miré a mi padre y sonreí, sintiendo una mezcla abrumadora de amor y aceptación. Quería que supiera que lo entendía. Que era un padre, pero ante todo era una persona. Que estaba bien. Que la vida es complicada y nuestras historias nunca son tan sencillas como quisiéramos.

©The New York Times Company 2025

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Staff NYTimes
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