Por: Roger Cohen/The New York Times
DUBAI, Emiratos Árabes Unidos — Mientras Roxana Saberi veía el bombardeo israelí de la prisión de Evin, la infame prisión en el epicentro de la represión política iraní, se estremeció al recordar el aislamiento, los interrogatorios implacables, las acusaciones falsas de espionaje y la farsa de un juicio durante sus 100 días de encarcelamiento en el 2009.
Al igual que muchos iraníes en la diáspora y en casa, Saberi vacilaba, dividida entre sus sueños de un colapso del Gobierno y su preocupación por su familia y amigos a medida que aumentaba el número de muertes civiles. Sus anhelos de liberación y de alto al fuego competían entre sí.
“Por un momento, imaginé volver a ver Irán en mi vida”, dijo Saberi, de 48 años, una escritora ciudadana iraní y estadounidense.
La pregunta ahora es qué hará una República Islámica convulsionada y en graves dificultades económicas con lo que el Presidente Masoud Pezeshkian, un moderado, ha llamado “una oportunidad de oro para el cambio”. Ese momento representa un riesgo extremo, incluso existencial, provocado por la guerra de 12 días entre Israel e Irán, en la que Estados Unidos participó brevemente.
La campaña militar coqueteó con la idea de derrocar la autocracia clerical que ha hecho del enriquecimiento de uranio el símbolo del orgullo nacional iraní, pero no llegó a asesinar al ayatolá Alí Jamenei, el líder supremo iraní de 86 años. La República Islámica, de 46 años de antigüedad, dificultosamente sigue adelante.

Sin embargo, Jamenei, como guardián de la revolución teocrática antioccidental que triunfó en 1979, se considera el vencedor. “La República Islámica ganó”, declaró en un video transmitido el 26 de junio desde un lugar secreto, desmintiendo los rumores sobre su fallecimiento.
La suya es una estrategia de supervivencia con dosis de prudencia que ahora enfrenta la mayor prueba de sus 36 años en el poder.
Debilidad
Las tensiones sobre cómo abordar la crisis provocada por la guerra son evidentes. Pezeshkian parece estar a favor de una reforma liberalizadora, reconstruyendo las relaciones con Occidente mediante un posible acuerdo nuclear.
Muchos en Irán están a favor de fortalecer las instituciones electas y convertir al líder supremo en una figura decorativa más que en la máxima fuente de autoridad. Buscan una República Islámica que sea más una república, donde las mujeres estén empoderadas y las generaciones más jóvenes ya no se sientan oprimidas por un sistema teológico gerontocrático.
Los radicales ven cualquier desunión como una señal de peligro. Creen que las concesiones presagian un colapso. La caída de la Unión Soviética en 1991 y las “revoluciones de color” que llevaron la democracia occidental a los Estados postsoviéticos afectaron profundamente a Jamenei y su séquito.
Ven con sospecha cualquier acuerdo nuclear e insisten en que Irán debe conservar el derecho a enriquecer uranio, algo que Israel y Estados Unidos han calificado de inaceptable. También tienen una fuerte representación en la institución más poderosa del País, el Cuerpo de la Guardia Revolucionaria Islámica. Con control de amplios sectores de la economía, la Guardia Revolucionaria tiene un profundo interés en la supervivencia del Gobierno.
Como lo hizo en el 2009, cuando un levantamiento a gran escala amenazó con deponer a la República Islámica, Irán ha emprendido una ofensiva que incluye cientos de arrestos, al menos tres ejecuciones y el despliegue de la Guardia Revolucionaria y la milicia basij en zonas kurdas y otras zonas inquietas.
Algunos iraníes se preguntan para qué sirvió la guerra si van a enfrentar otra paliza. “El pueblo quiere saber quién es el culpable de las múltiples derrotas, pero no hay un líder que se enfrente al régimen”, dijo Abdulkhaleq Abdulla, un destacado politólogo en los Emiratos Árabes Unidos. “Una República Islámica débil podría resistir cuatro o cinco años”.
Esta debilidad parece profunda. La “victoria” proclamada por Jamenei no puede ocultar el hecho de que Irán es ahora una nación con una disuasión casi nula.
Sentada en casa de sus padres en Dakota del Norte durante los recientes combates, Saberi encontró su pasaporte iraní y —contra su instinto— consideró renovarlo.
No ha visitado Irán en los 16 años transcurridos desde su liberación, afirmando que regresar “sería un viaje sin retorno”. Pero la atracción de Irán, donde vivió seis años, persiste.
“Irán está en nuestro corazón, está en nuestra sangre, no hay ningún lugar en el mundo como él, y conozco a muchos iraníes en la diáspora que regresarían y contribuirían si el régimen cayera”, dijo.
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