Por: Rajiv J. Shah/The New York Times
Durante el último año, los países ricos han socavado un consenso de décadas de que la dignidad humana es universal y que las naciones tienen la responsabilidad de promoverla. El cierre de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), que dirigí durante cinco años, es sólo una parte de un retroceso más amplio de un sistema de ayuda exterior que ayudó a curar a enfermos, alimentar a hambrientos y empoderar a pobres.
Países como Estados Unidos, Canadá, Gran Bretaña y Alemania han recortado miles de millones de dólares en asistencia. Un estudio de The Lancet estima que más de 14 millones de personas podrían morir tan sólo como resultado de los recortes a la ayuda estadounidense. Este es un fracaso moral que hará que el mundo sea más peligroso y menos próspero.
En medio de la tragedia, es tentador defender lo que sabemos. Afortunadamente, los líderes de África, Asia, Latinoamérica y otros lugares están construyendo algo nuevo. Están asumiendo la responsabilidad del desarrollo de sus propios países, buscando maneras de aprovechar las nuevas tecnologías y, lo más importante, fomentando la inversión privada —que durante mucho tiempo ha sido el mayor reto para los proyectos de desarrollo. Sus iniciativas están conformando una manera de ayudar a los vulnerables que será más sostenible en el siglo 21.
Hace aproximadamente 80 años, las naciones poderosas se unieron en torno al concepto de dignidad universal, plasmando esa idea en instituciones como las Naciones Unidas y el Banco Mundial. Este sistema contribuyó a una era de progreso extraordinario: transformó el sida en una enfermedad controlable, salvó a millones de niños de morir por causas prevenibles y contribuyó a reducir en más del 60 por ciento el hambre en países de bajos ingresos entre 1970 y el 2015. También benefició a los países donantes al combatir enfermedades como el ébola en el extranjero para proteger vidas en el país y convertir a los países más pobres en socios comerciales que generaron empleos.
Desfinanciamiento
Sin embargo, aunque el sistema hizo un enorme bien, también flaqueó a medida que cambió el mundo. Ese modelo fue financiado y dirigido por países ricos y centralizado en grandes instituciones. Con el tiempo, el apoyo de los donadores y el apoyo público a las instituciones internacionales resultó insuficiente, pero los proyectos de ayuda siguieron dependiendo de ellas. El trabajo también aumentó a medida que proliferaban iniciativas traslapadas, pero aisladas, en parte porque la mejor manera de encontrar financiamiento era generar entusiasmo con cada idea nueva.
Mientras tanto, los efectos del cambio climático crearon nuevos retos para los que el sistema no estaba preparado. Los datos lo demuestran claramente: 10 años después de que los Estados miembros de las Naciones Unidas se comprometieran a alcanzar objetivos integrales de bienestar humano, sólo alrededor del 18 por ciento de las metas están encaminadas.
Con el desfinanciamiento de ese sistema durante el último año, se ha revelado una nueva forma de promover la dignidad humana. Está cada vez más liderada por los países en desarrollo, no por los donadores. Prioriza cuestiones subyacentes, como el acceso a la electricidad, que mejoran el crecimiento económico y la calidad de vida de muchas maneras. Aprovecha las nuevas tecnologías: chatbots de inteligencia artificial que enseñan a los campesinos nuevos métodos, sistemas de almacenamiento de baterías para permitir el uso de energía limpia y terapias farmacológicas que reducen el número de dosis al aumentar la duración de la cobertura. Este modelo utiliza capital filantrópico para comenzar, atrae inversiones privadas y compromete a los propios países a inversiones a largo plazo.
En enero, me uní a más de dos docenas de jefes de Estado africanos que se reunieron en Dar es Salaam, Tanzania, para comprometerse a conectar a 300 millones de africanos a la electricidad para el 2030. Este esfuerzo ejemplifica el nuevo modelo: está impulsado por el compromiso de los países con la reforma y proporcionar la electricidad esencial para el empleo moderno, la salud y la educación. Esto es posible gracias a las nuevas tecnologías, como las redes locales que generan electricidad y conectividad a internet en lugares remotos. Sobre todo, este esfuerzo se centra en reducir el riesgo de la inversión comercial, movilizando así el capital del sector privado para impulsar la sostenibilidad.
El mes pasado, cerca de 80 países de África subsahariana, el Sudeste Asiático, Europa Occidental y Latinoamérica se reunieron en Brasil para promover una de las maneras más eficaces de salvar a los niños del hambre: las comidas escolares. Cerca de 466 millones de niños se benefician de los programas de comidas escolares. Estas comidas también mejoran el aprendizaje y la asistencia de los estudiantes, a la vez que crean empleos para cocineros y proveedores de alimentos y generan una demanda predecible para los campesinos.
Un dólar invertido en comidas escolares puede generar hasta 35 dólares en réditos económicos. En reconocimiento de este potencial, el financiamiento mundial para comidas escolares se duplicó entre el 2020 y el 2024 —con el 99 por ciento procedente de los presupuestos nacionales.
Y el mes pasado, mientras los líderes mundiales se reunían en las Naciones Unidas en Nueva York, jefes de Estado africanos, incluyendo a John Mahama, el Presidente de Ghana, se comprometieron a rediseñar sus sistemas de salud para que dependan menos de la ayuda externa. Por necesidad, se comprometen a financiar una mayor parte de la ayuda y a atraer más inversión privada.
Una nueva encuesta realizada por la Fundación Rockefeller a más de 36 mil personas en 34 países da motivos para pensar que esto es posible. Aunque una ligera mayoría confía en instituciones internacionales como la ONU, el apoyo a su tipo de labor —como la colaboración internacional para alimentar a quienes padecen hambre— supera el 90 por ciento. ¿La razón? El apoyo a la cooperación global está vinculado a resultados: hasta el 75 por ciento apoyaría iniciativas si demostraran ser eficaces.
A medida que aumentan las necesidades en todo el mundo, esa encuesta arroja que los estadounidenses y muchos otros aún desean promover la dignidad humana. Simplemente queremos hacerlo bien. Estos líderes nos están mostrando cómo, y el mundo debería ayudarlos.
Rajiv J. Shah es presidente de la Fundación Rockefeller en Nueva York y autor de “Big Bets: How Large-Scale Change Really Happens”.
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