Por: Paco Cerdà/The New York Times
Sacamos una vela, la encendimos y terminamos de cenar. A oscuras, en completo silencio.
El 28 de abril, el Gran Apagón, uno de los días más extraños de nuestras vidas, dejó a toda la Península Ibérica en penumbras. Durante más de 10 horas quedamos totalmente incomunicados, sin poder hacer llamadas ni conectarnos a internet. Más tarde me enteré de que los más afortunados habían hallado un viejo radio de transistores con pilas para escuchar las noticias. Nosotros tres —mi pareja, mi hija de 6 meses y yo— no tuvimos tanta suerte. Ya era de noche. El miedo y todos sus fantasmas podrían estar al acecho.
Ocasionalmente, un auto al azar o unos cuantos peatones con linternas pasaban junto a nuestra ventana. Uno podía imaginar todo lo que estaba en silencio. Cómo es que las alarmas antirrobo no funcionaban. Cómo es que las cámaras de seguridad se habían quedado ciegas.
Que nadie podía llamar a la Policía. Esta, entonces, podría haber sido una noche de ensueño para los ladrones. Pero no fue así.
Esta no fue una pesadilla. De hecho, el Gran Apagón fue lo opuesto. Fue como un sueño —un mundo poblado sólo por la gente más amable, donde se sofocaron las malas intenciones. Ciudadanos comunes dirigían el tráfico en intersecciones donde no funcionaban los semáforos. Otros llevaron agua y comida a pasajeros varados en trenes que se habían detenido en medio de la nada. Los taxistas, sin poder procesar tarjetas de crédito, daban sus números de teléfono celular para que los clientes pudieran pagar sus pasajes cuando volviera la luz.
En el caos del transporte —los trenes parados, los autobuses que no llegaron y el metro varado— algunas escuelas se mantuvieron abiertas hasta tarde para que ningún niño se quedara solo esperando que alguien lo recogiera. Los hospitales, siempre gratuitos en España, funcionaron con generadores y siguieron cuidando enfermos. Sin teléfonos celulares funcionando, niños y adolescentes se reunieron en formas más típicas de décadas pasadas que de hoy en día. Desconocidos se congregaron en las calles para charlar o beber cerveza.
Por todas partes, todo lo que vi subrayaba cómo es que el mundo seguía adelante pacíficamente. Parecía que todos acogían ese día con una buena dosis de humor y —me atrevo a decirlo— incluso alegría. De algún modo sabíamos que todo estaría bien. Que no habría asaltos, ni desorden amenazador. De alguna forma sabíamos que nadie sacaría un arma. Esto no era una película apocalíptica de Hollywood. Todo lo contrario: la calma, generosidad y dedicación prevalecieron entre servidores públicos y trabajadores.
Quizás esa sea la gran diferencia entre las fuerzas de la extrema derecha —en Estados Unidos y en partes de Europa, que ahora insisten que el único camino verdadero es uno de individualismo, que sólo se debe salvar el que pueda— y la confianza en que el Estado de bienestar europeo con el que me crie se desarrolla en las mentes de una comunidad. Aquí descubrimos que confiábamos en otros y en nuestro País, en el sentido de comunidad. ¿Acaso hay un arma más poderosa que eso? Saber que otros están ahí para ayudarte, no para hacerte daño, que nos necesitamos unos a otros. Esa es la clave.
Eso no quiere decir que seamos invencibles. En España, hemos vivido una y otra vez momentos que nos muestran nuestra propia vulnerabilidad. Durante las inundaciones que arrasaron Valencia el otoño pasado, durante la pandemia del Covid hace cinco años. Luego ocurrió este apagón de España y Portugal e incluso, brevemente, en Andorra y partes de Francia.
Sin embargo, aceptar que somos vulnerables, cada uno de nosotros, debería significar que dependemos más, no menos, de los demás, que el individualismo y el aislacionismo no son el camino a seguir. Lo que vi durante el apagón es lo mucho que nos fortalecemos como sociedad e individuos cuando elegimos la alegría y el apoyo mutuo en lugar del miedo ante la adversidad. Esa decisión nos concede el privilegio de sentirnos a salvo en casa y en las calles.
Fue hasta la madrugada, al día siguiente del apagón, mucho después de que los tres nos quedamos dormidos, que nos dimos cuenta de que algunas luces de la casa se encendían de nuevo. Nuestra bebé dormía felizmente. Conectamos nuestros teléfonos y computadoras. Y nos volvimos a dormir.
Paco Cerdà, periodista y autor de “Presentes”, escribió desde Valencia, España. Envíe sus comentarios a intelligence@nytimes.com.
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