Por: Emily Baumgaertner Nunn/The New York Times
En hospitales de todo Estados Unidos, los bebés de un día de nacidos son sometidos al mismo ritual: una enfermera les pincha el talón y estampa gotas de sangre en un filtro de papel, que luego se envía a una serie de tamizajes.
Esa serie busca biomarcadores que podrían indicar una enfermedad rara, pero tratable, como la anemia de células falciformes o la fibrosis quística. Pero ¿qué pasaría si pudiera determinar el riesgo de desarrollar ciertas afecciones más adelante en la vida —algunas sin método de prevención ni cura? ¿Y si pudiera indicar que es casi seguro que el bebé será diagnosticado con autismo antes de los 5 años? ¿O que la niña tendrá más probabilidades de desarrollar cáncer de mama en la edad adulta? ¿Querrías saberlo? ¿Querría ella?
Decenas de miles de padres han inscrito a sus recién nacidos en proyectos de investigación que examinan sus genomas. A medida que el costo se desploma, la práctica va en aumento, al igual que las preguntas sobre dónde establecer los límites —y quién decide.
El genoma completo, que codifica unos 20 mil genes, contiene una gran cantidad de datos que pueden analizarse para obtener información vital y secretos desgarradores. Sin embargo, los expertos están divididos. Algunos afirman que revelar el riesgo de una enfermedad incurable sólo angustiará a los padres, bombardeándolos con predicciones desalentadoras sobre la vida de sus hijos. Otros creen que los datos sobre enfermedades que surgen en la edad adulta deben excluirse para no vulnerar la autonomía de ese futuro adulto. Otros más opinan que la predicción genética es el futuro de la medicina y que el conocimiento es poder.
En la década de 1960, los médicos comenzaron a usar muestras de sangre seca para detectar en bebés un trastorno metabólico poco común llamado fenilcetonuria. Para finales de la década, la Organización Mundial de la Salud publicó una lista de 10 principios para determinar si una afección era apropiada para el tamizaje poblacional. Establecía que debía haber consenso sobre qué constituye un caso positivo y también sobre un tratamiento disponible.
En la década de 1990, cuando los laboratorios comenzaron a utilizar dispositivos llamados espectrómetros de masas en tándem para realizar diversas pruebas a una sola muestra de sangre, se produjo un nuevo auge tanto en el potencial científico como en el discurso ético. Los funcionarios de EU llegaron a la idea de un comité para analizar la evidencia de cada prueba de biomarcador —la gravedad de la enfermedad, qué tan precisa era la prueba y si existía alguna forma de actuar al respecto— antes de decidir si se añadía a la “serie de tamizaje uniforme recomendado”. Sin embargo, no existe esa directriz para la secuenciación del genoma completo.
Muchos genes vinculados a trastornos pueden variar tanto en su probabilidad de causar enfermedades como en la gravedad de los síntomas. En esencia, una mutación genética en un bebé sano indica un nivel de riesgo, no un diagnóstico. Podrían pasar meses, años o décadas para determinar su impacto en la vida del niño.
Esta incertidumbre no intimida a muchos de los principales investigadores en genómica infantil. Tampoco les preocupa que una enfermedad sea curable, siempre que se pueda actuar sobre ella de alguna manera, y argumentan que conocer las predisposiciones de un niño puede ayudar a los padres a obtener apoyo más rápidamente cuando lo necesiten.
Allí está Wendy Chung, genetista clínica y molecular pediátrica, cuyo estudio, llamado “GUARDIAN”, ofrece resultados de secuenciación para aproximadamente 450 afecciones a los padres de bebés nacidos en hospitales NewYork-Presbyterian. Más del 90 por ciento de los padres inscritos han optado por resultados de afecciones incurables, incluyendo las asociadas con el autismo.
“Lo que muchos padres nos dijeron es: Si eso va a suceder, prefiero sentirme empoderado para poder maximizar el desenlace de mi hijo”, afirmó Chung.
Cuando Robert C. Green, genetista médico en el Hospital Mass General Brigham y profesor de la Facultad de Medicina de Harvard en Boston, inició el programa BabySeq en el 2013, fue el primero en secuenciar a bebés sanos, y fue “totalmente radiactivo”, afirmó.
Los detractores dicen que conocer la probabilidad de una enfermedad en la edad adulta no ofrece ningún beneficio inmediato al niño y que etiquetar a un niño sano como en riesgo puede afectar negativamente su vida.
Green considera esto paternalista. Los padres son perfectamente capaces de adaptarse a datos matizados —incluso datos incompletos— si eso puede ayudar a su hijo a prosperar. Pueden fomentar ciertas opciones dietéticas o colonoscopias tempranas, por ejemplo. El riesgo de angustia catastrófica en los padres es una “narrativa falsa”, afirmó, ya que quienes se sentirían particularmente afectados por un hallazgo son lo suficientemente conscientes como para optar por no participar.
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