Muchas africanas son mujeres llenas de fuerza, incluso en las peores circunstancias: la cantante sudafricana Yvonne Chaka Chaka, que nació en un distrito segregado y hoy es embajadora especial de la ONU contra la malaria; la Nobel de la Paz keniana Wangari Maathai o la presidenta liberiana Ellen Johnson Sirleaf, la primera en llegar a ese cargo en el continente.
En las numerosas regiones en conflicto de África son a menudo las mujeres las que mantienen unidas y sostienen a las familias cuando los hombres tienen que esconderse de los soldados o rebeldes. Sin embargo, muy pocas mujeres tienen poder.
“El hombre es el amo de la casa y la mujer tiene que someterse” es una ley natural para muchos africanos. Creen en ello, incluso los habitantes de las ciudades con mayor educación. La mujer puede tener su carrera profesional, pero sólo si es capaz a la vez de organizar un hogar confortable para su marido.
“Tengo una mujer de la limpieza, una cocinera y una niñera”, suspira Margareth Otieno, directora de una sucursal bancaria en Nairobi.
“Pero mi marido insiste en que sea yo quien le prepare la comida cuando él vuelve del trabajo”. La mayoría aprende ya de niñas a ser vistas como descendencia “de segunda”. Mientras que sus hermanos pueden corretear libres, pequeñas de tan sólo cinco años llevan a la espalda ya a sus hermanos menores para ayudar a la madre. En muchas carreteras rurales niñas de 12 años caminan kilómetros hasta la próxima fuente de agua y vuelven cargadas con bidones de 15 a 20 litros sobre la cabeza.
Oportunidades
Cuando se trata de enviar a los hijos a la escuela, son los varones los que tienen prioridad, e incluso, cuando ellas también van, tienen tanto trabajo antes y después con las obligaciones de la casa y del campo que no les queda energía para aprender.
“No tengo tiempo de jugar”, dice la etíope Hirsu Felfelu, de 12 años. Aprende con ganas, pese a todas las dificultades, porque quiere demostrar a su padre que enviarla a la escuela merece la pena. “Cuando sea grande quiero ser enfermera”, dice la pequeña del rostro fino y delgado.
Su mayor temor es correr la suerte de muchas de las niñas de su edad, que con 12 o 14 años son casadas, aunque en Etiopía -como en la mayoría de los otros países africanos- estén prohibidas las bodas entre menores. En las regiones rurales, con sus tradiciones arcaicas, las costumbres antiguas pesan más que la ley del Estado.
Entre los nuer, un pueblo ganadero del sur de Sudán, el nacimiento de una niña sí que se celebra. Porque para ellos lo más importante son sus cabezas de ganado, a las que les dedican canciones y poesías. Y una hija se casa a cambio de una dote que se paga en ganado. Muchas jóvenes africanas han aprendido en la escuela que tienen derechos. Pero ese conocimiento sólo hace más amarga la realidad. Cada diciembre -época tradicional de las iniciaciones- cientos de niñas massai y samburu huyen en Kenia a las iglesias y hospitales para evitar la ablación. A diferencia de Somalia, Etiopía y Sudán, las niñas no sufren la mutilación genital siendo muy pequeñas, sino que forma parte del rito de iniciación que marca su entrada al mundo de las mujeres adultas. Las menores de entre diez y 13 años que tienen que someterse al terrible ritual son presionadas por sus propias madres o abuelas y sólo muy lentamente las organizaciones de derechos humanos están logrando entre los ancianos de las tribus imponer ritos alternativos.
En muchos países africanos las mujeres no pueden heredar ni poseer tierras. Si un hombre toma a otras mujeres como esposas o amantes, éstas tienen que aceptarlo.
En las zonas en guerra o en el este del Congo muchas víctimas de violaciones no se atreven a confesarse con su marido pues temen ser abandonadas por la “deshonra”.
“Muchas mujeres se arriesgan a ir cada día al campo o a la fuente de agua y ser violadas en vez de hablar con su marido”, señala Virginie Mumbere, que ayuda a víctimas de violencia sexual en Goma, en el este del Congo, en la organización Heal África.