Tegucigalpa, Honduras.
La peatonal estaba como siempre, atestada de gente que corría de aquí para allá, de allá para acá; pero la viejita seguía absorta en el enorme cuadro de Roger van der Weiden. No sé si conociéndolo por vez primera o conociéndose mejor ella por primera vez.
Ese es el poder del arte.
Máxime cuando se democratiza y se entrega a la gente de la calle, al estudiante del colegio público, al funcionario de gobierno que debe marcar tarjeta para entrar y salir del trabajo, o a la señora vendedora de la calle, como nuestra viejita, quien, todavía con su delantal y bolsa de plástico, recreaba la vista en “El descendimiento”, obra de la escuela de pintura flamenca del Museo del Prado de España.
No sé si es la primera vez que sucede esto en Tegucigalpa, pero si la más impresionante. Y es que el famosísimo Museo del Prado ha traído 53 reproducciones fotográficas de altísima calidad de sus obras pictóricas más significativas y las ha montado en pleno centro de la capital.
Acompañadas de sus respectivas cédulas o fichas de información, cada reproducción (en una sorprendente escala de 1:1) llena de arte, sorpresa, sonrisas y cultura a un pueblo que, por cosas de nuestra educación formal, jamás pensaría en visitar un museo. Y menos uno en España.
Aquí he aprendido que “Las meninas”, el cuadro más famoso de Diego de Velásquez, se llama también “La familia de Felipe IV”. Asimismo, que “meninas” era el término para denominar a las damas de honor de la corte española en esa época.
También me he deleitado con el equilibrio fotográfico de Joaquín Sorolla en sus pinturas. Sorolla, que murió en 1923, es famoso por sus pinturas con tanto movimiento; obras que logran detener el tiempo por una fracción de segundo desde hace casi un siglo.
Descubrí obras de Tiziano, de Tintoretto, de Goya, Pieter Brueghel (el “Viejo”), Gianbattista Tiepolo, Caravaggio, Rubens y muchos más. Aprendí de la pintura española, alemana, francesa, italiana y flamenca.
Pero mientras tomaba una foto o leía una cédula, más que nada me encantó ver a la gente detenerse, olvidarse por un momento del carterista, del ladroncito robacadenas, de la prisa por almorzar en media hora, y sustraerse para descubrir que existe otro mundo, otras ideas, otras sensaciones.
Así que si usted vive, querido lector, en la costa norte o en el occidente del país, haga lo mismo. Tome aire y véngase a Tegucigalpa por un día y medio (yo sé que no es fácil). Traiga a sus hijos, a la chava, al chavo, y descubra por primera vez el poder del arte en la calle.